Sin miedo a Pinochet
SI AUGUSTO Pinochet fuera el patriota que pretende ser -hipótesis inverosímil-, se marcharía a su casa para ahorrarle a su país la vergüenza nacional e internacional que supone verle ocupar un escaño vitalicio en una Cámara de representación popular como es el Senado y las tensiones que causa en la democracia chilena su permanencia en cargos institucionales. Pero no es previsible que un dictador de su calaña actúe con el mínimo de elegancia exigible a la gente decente. Por el contrario, aprovechará la Constitución que él mismo dictó, con todas sus ataduras. Incluso, como ahora ha anunciado, atrasará hasta el 10 de marzo su renuncia, en vez de hacerlo el 26 de enero como se había comprometido a fin de facilitar el relevo. Seguirá, pues, dos meses más al frente de las Fuerzas Armadas: en el puesto para el que fue nombrado por el presidente constitucional Salvador Allende, al que derrocó en un golpe sangriento que dio paso a una dictadura de 17 años.La democracia chilena no podrá normalizarse mientras Pinochet siga ocupando cargos oficiales. Lo demuestra lo ocurrido en el Congreso de los Diputados, donde el pasado miércoles un debate parlamentario sobre su papel en la transición desde 1990 fue interrumpido por enfrentamientos provocados en la tribuna del público, dando lugar a la intervención de los carabineros. Cuando por fin pudo reanudarse el debate -que se quería un juicio político contra las trabas que Pinochet y los militares pusieron a la transición a la democracia-, los diputados de la derecha pinochetista (Renovación Nacional y Unión Democrática Independiente) no regresaron a la sala, donde sólo hablaron los representantes de la coalición gobernante. Pinochet, de 82 años, quiso hacer un postrero gesto de soberbia -y amenaza- al enviar, horas antes del debate, la revocación del adelanto de su renuncia: "Aún estoy aquí".
La celebración de este debate, por muy epidérmico que resultara, y la aprobación anterior de una declaración de "rechazo y repudio" contra el sangriento general demuestran que el centroizquierda que ganó las elecciones de diciembre (aunque sin una mayoría suficiente para enmendar la Constitución) le ha perdido el miedo a mirar al general a la cara, aunque el gran debate sobre Pinochet siga pendiente en la sociedad chilena. No es cosa fácil, como bien sabemos en España, abrir una discusión sobre la dictadura cuando el olvido deliberado de sus atrocidades forma parte de las condiciones implícitas de una transición pactada.
Es justamente en España donde se ha iniciado un camino para evitar que el olvido sea total. La causa abierta contra Pinochet y otros por el juez García-Castellón en la Audiencia Nacional, por crímenes cometidos durante su dictadura, puede proseguir con el aval de la Fiscalía General del Estado, que ha hecho suyo un informe de la Secretaría Técnica. En contra de las tesis del fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eduardo Fungairiño, que considera que las dictaduras chilena y argentina pretendían "subsanar las insuficiencias" del orden constitucional, Cardenal considera que "hay más base" para investigar los crímenes chilenos, si bien con dos limitaciones: que se hayan cometido con posterioridad a julio de 1985 y que se refieran únicamente a actos de terrorismo (en virtud de la Ley Orgánica del Poder Judicial que contemplaba estas posibilidades y entró en vigor en esa fecha en España). Pero la propia fiscalía ve problemas en la definición de este terrorismo cuando se origina en el propio Estado: en el Ejército. En el caso de los desaparecidos de Argentina, cuya instrucción lleva el juez Baltasar Garzón, la fiscalía va más lejos y considera que no ha lugar a la investigación acerca de hechos ocurridos en un país que cuenta con unas leyes de punto final y de obediencia debida. Será la Sala de lo Penal de la Audiencia la que tenga que dirimir entre las dispares opiniones de los jueces instructores y la fiscalía.
La revisión de las dictaduras de Chile y Argentina no está cerrada. Los propios asesinos y torturadores mantienen vivo el recuerdo. Ayer mismo, el llamado ángel de la muerte, el horriblemente célebre capitán Astiz, fue arrestado por orden del presidente Menem, por reinvidicar la tortura y los asesinatos que él mismo ordenó. Es de esperar que prosperen los intentos de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos en Argentina para que la justicia de ese país condene a Astiz al menos por apología del delito o amenazas a las personas y al sistema democrático. Provocaciones como la de Astiz son incompatibles con la paz y la concordia. Los demócratas debemos estar con las víctimas, no con los verdugos.
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