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Marxismo burgués

Emilio Lamo de Espinosa

El término Bürgerlicher Marxismus no es mío, por supuesto. Que yo sepa, y aunque estaba latente en la acusación a los "soclalistas de cátedra" de finales de siglo, fue utilizado por vez primera por el filósofo neopositivista -pero también espartaquista- austriaco Otto Neurath en 1930 en Der Kampf en su crítica de un texto ya clásico, Ideología y Utopía, de Mannheim -publicado en Bonn el año anterior-, poco antes de ser asesinado por los nazis en su despacho de la universidad, como Tomás y Valiente. Pocos años más tarde, en 1935, Julián Besteiro, en su discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, Marxismo y Antimarxismo, recogería el término señalando: "En realidad hay gran número de adversarios del marxismo que... emplean en la práctica el método materialista de la historia". Era una prueba de lo que llamaba la impregnación del marxismo. Este dejaba de ser una doctrina esotérica para pasar a formar parte de la cultura occidental, pasaba a ser una creencia (en el sentido de Ortega); no algo que pensamos (una idea), sino algo que nos piensa.Ello no debe extrañar. Decía Zubiri -y repetía mi maestro Ruiz-Jiménez -que los griegos no son nuestros clásicos; nosotros somos griegos, sin duda, como somos judeocristianos, romanos o ilustrados. Y también kantianos o marxistas, aunque, con frecuencia, lo ignoremos. Y hoy, a tiempo que el legado del pensador de Tréveris es universalmente menospreciado (justo cuando sus predicciones sobre el triunfo universal de la lógica de la mercancía y del modo capitalista de producción se cumplen con regocijo universal, como si éste fuera el único o mejor modo de organizar la existencia humana), muchos son marxistas vulgares... sin saberlo.

Pues quizá el rasgo más distintivo de ese marxismo vulgar es la creencia en el predominio de la economía. Que la economía -el, modo de producción, la base, la infraestructura- determina todo lo demás ha sido quizá la esencia de ese marxismo que "somos" sin saberlo. Idea cuya traducción política inmediata es que, si la economía va bien, la política irá bien y, a corto 0 medio plazo, el ciclo político se ajustará al económico. Por ello el Estado o la democracia son secundarios y aquél acabaría reducido a la nada junto al hacha de piedra, en el desván de los malos recuerdos. De modo que en cierto liberalismo hipermoderno se combina el menosprecio del Estado -como instrumento inútil-, y de la política -como juego de chiquillos, gente poco seria-, con el más radical materialismo histórico: la economía y sólo la economía cuenta.

Este marxismo burgués -que, por cierto, poco tiene que ver con el de Mannheim- tiene larga tradición en España. Fue usado y abusado hasta la saciedad durante el franquismo, y el Estado de obras públicas fue paseado con frecuencia. La insistencia en los pantanos, las carreteras o los aeropuertos, o la idea -más sutil- de la "dictadura para el desarrollo" eran formas variadas de lo mismo. Qué más da la política si tenemos el estómago lleno. Al menos aquello podía tener visos de verdad, pues es difícil elegir entre la libertad y el hambre. Hoy, por fortuna, la situación es distinta.

Pues bien, el PP muestra sus peores orígenes al afirmar insistentemente que todo va bien porque hay menos inflación, menos déficit y cosas parecidas. No nos dice que haya más libertad, más tolerancia o mejor convivencia, que la democracia es de mayor calidad, que se respeta más la separación de poderes que los medios de comunicación son más objetivos, que el Parlamento ha recobrado vitalidad, que la justicia es justa o que el Estado funciona. Todo eso, al parecer, es superestructura, algo irrelevante. Lo que importa es la economía; ésta va bien, luego España va bien.

Pues bien, el inmenso triunfo laborista británico (45% de los electores) y el inmenso fracaso conservador francés (el peor resultado desde 1906) ocurrieron justo cuando sus economías iban por el mejor camino posible. Con una tasa de paro del 6%, un crecimiento superior al 3,3% y una inflación del 2,4%, Major había cumplido con eficiencia sus deberes. Pero el ciudadano descuenta la buena gestión de la economía; eso es puro bricolaje. Lo que quiere es, además, otra cosa; no buena mecánica sino buena convivencia.

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