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Tribuna
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Interpretación navideña del pensamiento único

La lucha contra el llamado pensamiento único (PU) se ha convertido en una bandera del socialismo finisecular. La última muestra de su influencia es el interesante libro que acaba de publicar Joaquín Estefanía. El PU viene a ser una agobiante y dogmática hegemonía liberal, que según los socialistas ha presidido el panorama económico, tanto en los hechos como en las doctrinas. El liberalismo, dicen, se ha impuesto con tal grado de acosadora uniformidad estadófoba que ha llegado el momento de que las fuerzas progresistas acudan en socorro de los pobres, hostigados por el predominio del mercado salvaje, libérrimo e insensible. Los socialistas, así, se ponen en pie y reivindican su derecho a propagar la moderada sensatez de su intervencionismo, entre el coro desaforado de la turbamulta liberal.Esta concepción es susceptible de dos interpretaciones complementarias, la rigurosa y la navideña. Puede verse como una superchería, pero también como una salida razonable y plausible del callejón hacia el que se han precipitado los socialistas, huérfanos de una teoría solvente y una práctica presentable.

Es evidente que el PU no resiste un análisis riguroso. La hegemonía liberal de la que pretenden rescatarnos los socialistas simplemente no existe ni ha existido nunca. No es una cuestión de opiniones: se puede medir. Si el PU hubiera conquistado las arrolladoras victorias que los socialistas le atribuyen, se habría notado en algo tan sencillo como el tamaño del sector público, que habría disminuido de modo apreciable. No lo ha hecho en ningún lugar del mundo, ni siquiera en Estados Unidos y en Gran Bretaña bajo los Gobiernos presuntamente estaticidas de Reagan y Thatcher.

Cierto es que ha habido campañas de privatización de empresas públicas y de desregulación de los mercados, emprendidas por todos los Gobiernos sin distinción. Pero junto a eso también ha habido un incremento del gasto público y los impuestos, con objeto de preservar el Estado de bienestar, ese que según los socialistas está amenazado por el PU y que en realidad no hacemás que crecer. Lo que ha ocurrido es un cambio del paradigma dominante en lo relativo al papel económico del Estado, pero no a su tamaño. Ya nadie propugna la creación de un nuevo INI ni la práctica franquista de la concesión de prebendas y monopolios. Hoy lo que se defiende son las pensiones o la sanidad públicas. Pero entiéndase bien: se defiende ese papel del Estado, todos lo defienden. ¿Qué fue el Pacto de Toledo sino un consenso para no privatizar las pensiones? El lector no será capaz de citar el nombre de ningún político, de ningún partido, que haya sugerido no liquidar, sino ni siquiera reducir el Estado de bienestar. En el campo de los hechos, el poder del PU es sencillamente una invención.

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Y la sugerencia socialista de que en el campo doctrinal las minoritarias voces intervencionistas se ven acalladas por la potencia de un único orfeón liberal roza el ridículo. Al intervencionismo le faltan algunas cosas muy importantes; por ejemplo, le falta razón. Pero nunca le han faltado tribunas. Por empezar por el dueño de casa: ¿qué opiniones predominan en el grupo que tiene en EL PAÍS su baluarte? Que nadie diga que en estas páginas o en la cadena SER la doctrina preponderante es el PU. ¡Ya nos gustaría a los liberales ser la voz descollante en el Grupo Prisa! No lo somos, claro está. A algunos nos acoge con una pluralidad de miras que agradecemos sinceramente, pero somos, reconozcámoslo, apenas marginales.

Esta marginalidad del liberalismo se reproduce en todos los medios de comunicación. Que compare el lector las opiniones liberales e intervencionistas que ha escuchado últimamente por televisión o radio, que ha leído en diarios o revistas. Sería un ejercicio bonito hacer simplemente la lista de los columnistas-opinadores en los medios: se vería claramente que los liberales perdemos por goleada.

Ahora bien, ¿por qué razón los socialistas se embarcaron en una empresa tan endeble como el combate contra un PU que sólo existe en su imaginación? Tengo una conjetura que me permitirá llegar hasta su amable interpretación navideña.

Los socialistas padecen una llamativa esquizofrenia, una brecha entre lo que dicen y hacen, entre lo que prometen y lo que cumplen. Esto es particularmente doloroso en el campo económico. Lo más terrible para el PSOE, al revés de lo que pueda parecer, no es Filesa ni los GAL; es obvio que ambos casos constituyen un contraste patente entre el discurso socialista y su práctica, pero también es cierto que los socialistas pueden explicar o excusar o defender esas aberraciones, al menos en parte. Lo realmente devastador es haber estado 14 años en el poder, haber ganado cuatro elecciones generales sucesivas, tres con mayoría absoluta, y haber infligido a la clase obrera española la tasa de paro más alta de Europa. Esos son los muros que los socialistas no pueden superar, y no los que hospedan hoy al señor Navarro y quizá mañana alberguen al señor Barrionuevo. La angustia incurable frente a la dura realidad del desempleo es lo que explica que los socialistas se aferren a consignas como el reparto de trabajo y estén todo el día criticando al Gobierno porque no hace nada frente al paro, en una actitud que convoca la vergüenza ajena en cualquier persona, socialista o no.

Pero precisamente esa esquizofrenia avala la interpretación navideña del PU. Decía con gracia Schumpeter que una, forma de abordar un problema, y no necesariamente la peor, es ignorarlo. Ante el callejón sin salida de tener que revisar la doctrina intervencionista que dio lugar a tan insatisfactorios resultados, no es mala solución el inventarse el espantajo del PU, atribuirle los problemas al liberalismo extremo y presentarse a continuación como un recambio razonable ante el capitalismo salvaje e insolidario que creen, en su loca fantasía, que nos acecha por doquier.

Es importante observar que la crítica al PU hace hincapié en la moderación socialista, una actitud inteligente que les permite eludir una autocrítica que podría ser letal, dados los escasos mimbres analíticos del socialismo y los numerosos ejemplos que cabría presentar para demostrar sus defectos prácticos. Al mismo tiempo, esa actitud permite seguir aprovechando la gran ventaja ideológica y electoral de la socialdemocracia contemporánea: la crisis del comunismo.

Si de verdad el liberalismo fuera una peligrosa equivocación, los intervencionistas podrían propiciar una alternativa radicalmente diferente, y presentar otro PU, pero acertado. No hacen tal cosa. Lo que hacen es aceptar el liberalismo pero matizarlo con la "solidaridad", la "dimensión social" y los diferentes y hermosos nombres que acuñan los socialistas para referirse a la imperiosa necesidad de que el poder político recorte la libertad y el dinero de los ciudadanos.

En todo caso, la clave no es el rechazo del error, sino la corrección parcial de una doctrina que sólo es errónea en la versión extremista del PU. Por eso Joaquín Estefanía habla del pensamiento mestizo, una bonita forma de resumir la interpretación navideña del valeroso combate de los socialistas contra los molinos de viento delPU. Bien mirado, esto resulta satisfactorio y se inscribe dentro de una forma amable en que cabe ponderar el papel de los socialistas: después de todo, podría haber sido peor. Al menos los socialistas abandonaron el marxismo y no cumplieron su programa electoral de 1982. Al menos privatizaron algo y desregularon algo. Al menos no subieron el IRPF hasta un tipo marginal del 90%. Al menos no produjeron una tasa de paro del 50% en promedio, porque a las mujeres y los jóvenes sí que les obsequiaron "solidariamente" con algo de ese estilo. La corrupción socialista, desde el nepotismo hasta el latrocinio, pudo haber sido mayor. ¿O no?

Dentro de esta visión navideña, apacible y conformista, veamos la parte positiva de este disparate del PU. Los socialistas admiten un papel para el mercado; es verdad que lo hacen tras un curioso vericueto, porque primero se inventan el PU, después lo combaten y sólo en la refriega aceptan una dosis moderada de mercado. Pero menos da una piedra.

Por otro lado, la lucha contra el PU es una alternativa rea lista para el socialismo; ¿o es que era razonable esperar que los socialistas se hicieran el seppuku, renunciaran a todo lo que han creído durante décadas y se convirtieran en liberales? Esto es una pretensión disparatada. Los comunistas no lo han hecho, con lo que mucho menos puede esperarse algo similar en la socialdemocracia, que no tiene que cargar sobre sus espaldas, como los comunistas, con el espanto de haber sido el mayor flagelo que hayan padecido los trabajadores de este planeta en toda su historia.

Si no es concebible un acto de contrición pública, lo más parecido es esto del PU. Su propia fantasmagoría no hace sino demostrar la debilidad del pensamiento socialista. El PU no es la realidad, sino sólo la distorsionada imagen de lo que los socialistas ven cuando se miran al espejo.

Carlos Rodríguez Braun es catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense.

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