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Navidad por teléfono

Por muchas luces, arbolitos, oropeles y perendengues que le pongan a la ciudad, ni el Ayuntamiento, ni los comercios, conseguirán iluminar el paisaje navideño para hacerlo más grato a los ojos de sus habitantes, que conocen y temen las aglomeraciones humanas y automovilísticas de esas fechas sagradas y malditas en las que el caos cotidiano riza el rizo y bordea peligrosamente el abismo del Caos con mayúscula y del colapso definitivo. Desde los primeros atascos de septiembre, cuando tras el paréntesis estival la ciudad recupera su pulso normal, su anormalidad hecha norma, los taxistas, avezados en la brega, conocedores de todos los escollos del mare mágnum urbano, inician la retahíla de sus infalibles augurios:-Y eso que aún no han empezado los colegios. En unos días, con los autobuses escolares y todo el mundo de vuelta de vacaciones, no va a haber quien pare; mejor dicho, no va a haber quien se mueva. Y enseguida la Navidad, que eso sí que va, a ser...

El viajero del asiento de atrás, hipnotizado por los números rojos que saltan en el taxímetro, lo único que se mueve en el atasco, suscribe las sombrías predicciones del auriga y, para aliviarse, comienza a pergeñar su plan de huida navideña, aunque a lo mejor acaba de regresar de sus vacaciones de verano. Ni la nieve, ni el hielo, ni la niebla o la lluvia, ni la Dirección General de Carreteras, Protección Civil o Guardia ídem, ni el Instituto Nacional de Meteorología, ni la televisión, ni el portavoz del Gobierno, ni el obispo de Roma, conseguirán abortar su fuga.

Cualquier esfuerzo vale la pena para escapar de la vorágine y hurtar el cuerpo de los más ominosos e inalienables compromisos propios de la estación. Aunque las carreteras no sean todo lo buenas que debieran ser, sus deficiencias quedan compensadas por el óptimo estado de las comunicaciones telefónicas digitales y móviles, que permiten cumplir con el protocolo de la felicitación navideña aunque el felicitante esté atrapado dentro de su coche en mitad del camino y la nieve empiece a cubrir las ventanillas.

-Hola, soy Edu, feliz Navidad, os llamo desde el kilómetro 176 de la nacional IV. Tengo mucha hambre y frío.

Una intensa y oportuna campaña publicitaria bombardea las pantallas de televisión con un anuncio que invita a celebrar la Navidad con escuetos mensajes telefónicos de felicitación a precio reducido. Regalar a nuestros seres queridos en estas fechas un móvil puede ser una forma fina y elegante de comunicarles que no hace falta que vengan a vernos, ni que nosotros vayamos a visitarles, que gracias a la nueva telefonía digital todos nos encontramos lo suficientemente cerca, a todas horas y en cualquier lugar.

En Madrid todas las distancias son engañosas y todos los trayectos impredecibles, puede predecirse que habrá problemas, pero no dónde, cuántos y de qué género. En las últimas semanas se han oído en la radio entrevistas de urgencia contestadas desde teléfonos móviles inmovilizados en un atasco. Entre bocinazos e interferencias, los entrevistados enlazaban primero un rosario de excusas y lamentaciones por no haber podido presentarse a su hora en los estudios de la emisora y acaban dando las coordenadas, latitud y longitud del punto exacto en el que estaban encallados como si fuera un SOS. La Navidad digital y virtual se impone como opción más cómoda para los que se quedan en la ciudad. Es más fácil circular por Internet que por la M-30, amar a los semejantes por teléfono y experimentar los mejores sentimientos navideños a través de los personajes de la televisión. De la cena de Navidad, que se encarguen los de Telepizza.

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Penetrar en el meollo del centro de la urbe en estos días es tarea de titanes, y el premio al esfuerzo consiste en gozar del espectáculo de los hipermercados convertidos en macrobarracas de feria. Sólo 50 personas acudieron a escuchar el pregón navideño dé la plaza Mayor, un acto que este año no tenía como protagonistas, ni supervedette, ni caricato, ni muñeco de Disney, sino a dos profesionales, padre e hijo, de la comunicación. La voz carismática y retórica del veterano maestro Matías Prats resonó por una vez en el vacío de una Navidad de charanga-mix y pandereta cibernética, alérgica a la palabra y adicta al estruendo.

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