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El Guerrero del Antifaz

Ponen en teatro El Guerrero del Antifaz.El Guerrero del antifaz, con Roberto Alcázar y Pedrin, y Juan Centella, eran los tebeos preferidos de los niños de la posguerra. Eso, en cuanto a aventuras, pues luego estaban los tebeos graciosos, principalmente el TBO -que dio nombre al género- y el Pulgarcito, con los que nos partíamos de risa. La verdad es que los niños de la posguerra, comer -lo que se dice comer-, comeríamos poco, pero en lo que concierne a reírse, íbamos bien servidos.

Los episodios de El Guerrero del Antifaz y restantes héroes eran apasionantes. El Guerrero del Antifaz abatía, sarracenos, Juan Centella pegaba unos guantazos de abrigo, Roberto Alcázar y Pedrín se metían en rocambolescas peripecias. Los personajes del TBO y el Pulgarcito, constituían auténticas instituciones. La Familia Ulises era la asendereada clase media; Carpanta representaba el hambre de la época; las hermanas Gilda se parecían, a las vecinas de arriba; el profesor Franz de Copenhague creaba sofisticados ingenios que no servían para nada.

Todos ellos han llenado alguna parte de la infancia en sucesivas generaciones, y nunca pasó nada hasta que a alguien se le ocurrió subirlos a un escenario. El primero que ha dado la cara es El Guerrero del Antifaz y, de poco se la parten. Tan pronto anunciaron el Guerrero dentro del programa teatral de Navidad concebido por el Ayuntamiento madrileño, concejales de la oposición pidieron que lo quitaran por racista: ¡mataba moros!

Qué sería de nuestras vidas -Dios- si no fuera por estos celadores de lo políticamente correcto. El aviso de los concejales invita a la reflexión. Era racista, efectivamente, El Guerrero del Antifaz, porque mataba moros, encima enmascarado, el muy canalla. Y Juan Centella, un inductor a la violencia; y Roberto Alcázar, un corruptor de menores; y Pedrín estaba sin escolarizar, con lo cual daba mal ejemplo a los niños; y la familia Ulises los imbuía la nefasta ideología burguesa; y con Carpanta se hacía mofa de la mendicidad en lugar de proponer soluciones positivas al problema de la pobreza en el mundo; y las hermanas Gilda degradaban con sus ocurrencias la condición femenina; y el profesor Franz de Copenhague retrogradaba el prototipo de hombre moderno porque perdía el tiempo enfrascado en sesudas experimentaciones en vez de hacer deporte.

De cualquier forma, todo era relativo. Un servidor se batía con los sarracenos exclamando "¡Oh, cielos!", que era la expresión favorita de El Guerrero del Antifaz. Pero eso sucedía en el pasillo de casa pues luego salía a la calle y los moros le caían estupendamente, y no se le ocurría decir ¡Oh, cielos!" nunca jamás. Seguramente los niños moros hacían lo mismo sólo que al revés, y nos fulminaba a los cristianos en desigual combate exclamando "¡Oh, Alá!".

Los niños de la posguerra éramos muy matones, copiones y decidores. Nos daba por pelear con los mismos moros que mataba El Guerrero del Antifaz; los mismos indios que liquidaba el Séptimo de Caballería al grito de ¡Adelante, mis muchachos!".

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Los custodios de la modernidad dirán que eso es demostración de las consecuencias que acarrea, el descontrol en tebeos y películas, mas no está claro. Los niños, que son inteligentes, saben discernir la realidad de la ficción, y con lo que juegan es con la ficción, no con la realidad. Los niños de la posguerra jugábamos a ser El Guerrero del Antifaz y matar moros, o el general Custer y matar indios, o Juan Centella y correr rateros a gorrazos, convencidos de que eran invenciones.

En cambio, nunca jugábamos a ser el general Paton y capturar alemanes, o el mariscal Rommel y ametrallar ingleses; ni tirábamos bombas atómicas a los japoneses, ni gaseábamos judíos. Nada relacionado con la realidad inspiraba nuestros juegos, a pesar de que las películas nos saturaban con estas historias.

Los niños desarrollan jugando sus mecanismos lógicos, su creatividad y su ardiente fantasía. A los niños hay que dejarlos jugar, sin censuras ni consignas. Que ellos saben.

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