Política carcelaria
Las cárceles son, probablemente, un instrumento inevitable en cualquier tipo de Estado. Pero es evidente que la política penal, penitenciaria y aun la política a secas puede hacer un mejor o peor uso de ellas.Y la práctica española de la cuestión debe ser fatal cuando la actualidad nacional la protagonizan los encarcelamientos presentes y futuros, como si ésa fuera la vía regia para detectar, abordar y solucionar los problemas de nuestro país. Un día es el juicio de un ladrón de guante blanco; otro, el encarcelamiento de la directiva de un partido marginal, pero importante; todos, el de políticos hasta hace poco en el poder y hoy en el principal partido de la oposición, ambas cosas por el decir masivo de las urnas. El camino iniciado puede no tener fin. La Expo continúa el culebrón de Filesa y de los GAL y no faltan convictos que colaboren a ello. Sin contar, por cierto, con el intento frustrado de encarcelar a los dirigentes de un conocido grupo informativo por ser independiente. Todo ello junto -aunque no debería, supongo y espero, tener nada que ver en su planteamento ni en su resolución- es la visión que de lo público recibe a diario la opinión ciudadana: la cárcel como símbolo del quehacer político y como su instrumento también. ¿Cabe peor opcion? Sí, por que, a la vez, delincuentes manifiestos evitan la prisión merced a la mala instrucción de las causas, o algunos pueden encontrar en ella la coartada para no restituir el fruto del delito.
La cárcel puede, so capa de ejemplaridad, aparentar servir a una operación política. Cuando, por ejemplo, se insiste en enviar a prisión al adversario e incluso al tenido por tal, o, al menos, se le amenaza, día tras día, con ello para atemorizarlo y denigrarlo. Ciertamente que, en tal caso, la palabra última no la tienen los políticos, sino los jueces, y sería bueno que, éstos no se dejaran manipular en operaciones netamente políticas revestidas de legalidad, incluyendo el sentirse forzado a decidir, en derecho, lo que es sólo política. En ocasiones, la verdadera independencia pasa por la autorrestricción.
La recta aplicación de las normas exige, en todo caso, trascenderlas y escudriñar, más allá de las conductas y de los tipos formales, las actitudes, las circunstancias y las consecuencias. Pero es claro que, si nada es más deseable y exigible que la prudencia de los jueces, en la mano de los políticos estaba y está no mover aquellos resortes que desencadenan su acción. No lo hicieron así quienes se remitieron a los jueces para eludir responsabilidades políticas, ni quienes pretenden, ahora, utilizarlos para dilucidarlas.
De otro lado, no es muy agudo pretender que espinosas cuestiones políticas pendientes se ponen en mejor vía de solución a través de su judicialización primero y de las penas de prisión después. Las técnicas, necesariamente estrictas del derecho penal no se compaginan siempre bien con los fervores de la opinión y, además, a la hora de acusar, juzgar y ejecutar, lo importante no es tanto que se cumpla una ley, mecánicamente interpretada por una sentencia, como que se contribuya a la solución real de los problemas. Hay algunos que nada ganan aparentando fortaleza, porque lo que necesitan son buenas dosis de conocimiento, imaginación y capacidad. Mi profunda antipatía ética, política e histórica, que es, por cierto, grande, hacia el alcalde de Cork o hacia Bernardette DevIin, no me impide ver que su prisión no contribuyó mucho a la paz en Irlanda. Y nada desearía más que los hechos futuros me demostraran que estoy equivocado.
El derecho tiene dos funciones: la paz -que no es conflicto, sino acuerdo- y la justicia -que no es venganza, sino restitución-. Y para columbrar lo que la paz y la justicia exigen de verdad, legisladores, gobernantes, fiscales, jueces y quienes hacen la opinión que a todos ellos envuelve deberían, tener el supremo coraje de elevarse hasta una perspectiva histórica. De la historia que fue, la que conviene no repetir, la que pudiera alborear. Sólo, así, el coraje de aplicar la ley tendría sentido y utilidad y la prisión podría servir a la seguridad, la disuasión y la ejemplaridad. No como ahora ocurre, al escándalo.
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