Una estrella más
A estas alturas de la historia, cualquier reivindicación nacionalista basada en la pureza de la etnia, la configuración craneana de la raza o, la peculiaridad genética de la estirpe suena a pura música celestial, salmodia, cantilena hipnótica que aspira a imponer su estribillo en mentes huérfanas de identidad, dispuestas a creer en cualquier mensaje que las redima de su anomia y las haga sentirse superiores en algo, aunque sea en la media del perímetro torácico, a sus vecinos.En Madrid, paradigma del mestizaje ibérico, suenan a hueco y reverberan en el absurdo tales monsergas periféricas. En la villa, condenada a ser corte y metrópoli, cualquier cata genealógica descubre, casi a ras del suelo, las huellas de una sabia y pragmática promiscuidad que desautoriza toda pretensión de pureza. Madrid es una ciudad bastarda, babel de todas las Españas y parte del extranjero, crisol en el que se funden, a la buena de Dios, todos los ingredientes del abigarrado melting pot ibérico.
Parafraseando a Cánovas, es madrileño el que no puede (a veces tampoco quiere) ser otra cosa. No hay nada más patético que ver a un madrileño en Madrid presumiendo de sus raíces vascas o catalanas ante sus huéspedes de fuera. La florida expresión verbal de su discurso parlanchín y extravertido ya es todo un síntoma de madrileñidad que el forastero vasco o catalán interpretará como una demostración inequívoca de madrileñismo, como una afable exhibición de la hospitalidad y cordialidad características de los pobladores de la urbe capital, forzados a ser quintaesencia, rompeolas y cajón de sastre de todas las Españas.
Las siete estrellas de la bandera comunitaria ratifican la imagen del Madrid Gran Hotel, su calidad de albergue céntrico e histórico. Los madrileños, que se vieron forzados a la hospitalidad cuando Felipe Il les capitalizó, respondieron de primeras construyendo sus casas "a la malicia", más grandes y ricas por dentro que por fuera, para no tener que alojar por real decreto a los viajeros que llegaban a la corte en visita más o menos oficial, a los embajadores y sus séquitos y a los funcionarios que estaban empezando a conformar el intríngulis de la nueva ciudad capital.
Más tarde, los aborígenes madrileños, resignados a su destino, dejaron de construir maliciosamente y asumieron su nuevo oficio de posaderos, haciendo de sus casas, fondas y fonduchos grandes hoteles y humildes ventas. Empezaron a cobrar pensión a los huéspedes y a mostrarse obsequiosos, incluso serviles, cuando olfateaban una propina sustanciosa.
Sin embargo, esta antigua y esforzada actividad hostelera, más de cuatro siglos al servicio de su clientela, no se reflejaba en el nuevo paisaje administrativo de las autonomías. Pese a sus siete orgullosas estrellas, la Comunidad de Madrid militaba hasta hoy en la segunda división autonómica, en ese limbo donde han ido a parar las autonomías más desvalidas y tiernas, que aún no han desarrollado todas sus competencias y han de ser tuteladas por el Estado patriarcal hasta que dejen de ser "incompetentes".
Por acuerdo unánime de todos los grupos políticos representados en ella, la Comunidad de Madrid acaba depasar su examen de madurez autonómica y ha ascendido a la división de honor. Los diputados de la Asamblea se han autoexaminado y se han aprobado, están dispuestos a asumir todas las competencias (sanidad, educación no universitaria, relaciones laborales, aeropuertos ...). Ellos sabrán lo que hacen, pero a mí me parece que han exagerado al darse la nota; nadie puede ser competente, por ejemplo, en materia de aeropuertos como el de Barajas sin exponerse a graves riesgos de salud, físicos y mentales, y algo semejante podría decirse de la sanidad y de otras competencias que rebullen en los meandros del caos general. Allá ellos, porque esta vez no podrán alegar falta de tiempo; el ascenso de categoría lleva consigo una apreciable subida salarial que acabará con su condición de diputados mediopensionistas y les permitirá dedicarse plenamente a las tareas políticas durante la vigencia de su contrato, eventual, con el electorado.
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