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Políticos ante jueces

Por vez primera en la democracia española, determinados políticos han sido conducidos colectivamente ante los jueces y han recibido sentencias condenatorias por unos hechos cometidos en el desempeño de su acción. Por supuesto, más allá de las duras penas de prisión, aparentemente desproporcionadas para el tipo de delito que se les imputaba, nada identifica ni equipara los hechos por los que se ha juzgado y condenado a algunos dirigentes del PSOE con los que han llevado al mismo Tribunal a dictar sentencias de cárcel para los miembros de la Mesa Nacional de HB. Nada, excepto que las respectivas condenas han sido recibidas por dirigentes socialistas y nacionalistas con protestas contra el Tribunal por haber sometido a los acusados a sendos juicios políticos.En pura lógica, lo que se desprende de tales críticas es que cuando los políticos delinquen los tribunales que los juzgan estarían entrometiéndose en política sin título para ello. Llevado el razonamiento a sus últimas consecuencias, los políticos sólo tendrían que dar cuenta de sus actos ante los electores, jamás ante los jueces, a quienes se aconseja que miren a otro lado cuando un político, en el ejercicio de su actividad, traspasa la frontera que marca la ley. La democracia exigiría que los jueces aceptaran la posibilidad de un amplio campo de acción, lindante con la comisión de delitos, a cualquier persona investida por un mandato popular. Si un político cruzara la raya, ya se encargará el voto popular de situar a cada cual en el lugar que le corresponde. Pero, por lo que respecta a los jueces, mejor sería que no se metieran en camisa de once varas porque las consecuencias de tales intromisiones podrían ser catastróficas.

Ante semejante argumento, no estará de más recordar que la única consecuencia catastrófica para la democracia radicaría en que, por actuar como políticos, quedaran los políticos exentos del cumplimiento de la ley. Si la colaboración con banda armada es delito, lo único catastrófico para la democracia consistiría en que alguien que colaborase con banda armada dispusiera de un salvoconducto que le impidiera ser juzgado ni condenado por ese delito en atención a los votos recibidos por su partido en unas elecciones y a las consecuencias que pudieran derivarse de su condena. En política, nunca hay efectos predeterminados; los de esta sentencia dependerán de cómo la administren los mismos políticos y no serán idénticos si el resto de los partidos, nacionalistas o no, la acatan o se movilizan contra ella. Y, por lo que respecta a la salud de la democracia, quizá no fuera ocioso recordar el argumento de Hamilton: que los jueces, al aplicar leyes aprobadas por los representantes de la soberanía popular, garantizan que la voluntad mayoritaria siga primando sobre los intereses particulares de un determinado grupo político.Ante una clase política malacostumbrada a tratar la ley a beneficio de inventario, las sentencias significan sobre todo un laborioso triunfo del Estado de derecho. La justicia, podría ser la primera conclusión, funciona; quizá lo hace tarde y por caminos no siempre rectilíneos, pero funciona, sin que razones de oportunidad política ni servidumbres de partido alcancen a paralizar sus procedimientos. En este sentido, es un respiro comprobar que, a pesar de las piedras y pedruscos lanzados en su lento caminar, de las amenazas recibidas y de los riesgos en que ciertamente incurren, los jueces hayan sido capaces de culminar los procesos y emitir sentencias.

Pero sería iluso batir palmas por un triunfo tan complicado del Estado de derecho. Por tratarse de personas que concurren a elecciones, hablan en mítines, marchan a la cabeza de manifestaciones y obtienen votos, las sentencias levantarán irremediablemente emociones políticas. Sería, por tanto, la hora de que los políticos demócratas opusieran a la emoción la razón y midieran las consecuencias que tendría alentar movimientos de oposición y rechazo a la justicia.

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