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Tribuna:CONVERGENCIA REGIONAL Y UNIÓN MONETARIA
Tribuna
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Cada cual para sí y que gane el mejor

Empecemos por reconocer lo evidente: hoy por hoy no es posible descubrir con mediana precisión el impacto regional de la unión monetaria. Lo impiden las innumerables incertidumbres que rodean la puesta en escena del euro y la escasa capacidad predictiva de la ciencia económica, ahíta de instrumentos analíticos deficientes. Sin embargo, el arrojo de los economistas y su costumbre de nadar en aguas científicas poco profundas nos sirven para eludir la única respuesta insoportable cuando nos juntamos por el futuro, el silencio.Acudamos primero al manantial de la experiencia. Uno de los rasgos más característicos de la Unión Europea es el elevado grado de desigualdad económica regional que, además, no se ha reducido desde los albores de los ochenta, se tome como referencia todo el territorio común o el de cualquier Estado miembro. El pretérito nos sugiere, por tanto, que las disparidades regionales están firmemente ancladas en el entramado estructural de la Unión y que los procesos integradores no conducen inexorablemente hacia la convergencia económica regional, por decir lo menos.

Si escudriñamos ahora el futuro con los toscos utensilios al uso, se adivina que la moneda única traerá ventajas económicas para el conjunto de los territorios participantes; pero la teoría económica no augura un crecimiento equirrepartido y, mucho menos, un desarrollo amigo de las áreas económica y socialmente más deprimidas. Incluso pueden simultanearse la convergencia de una economía nacional con la de países avanzados de la Unión y la divergencia en riqueza o empleo de algunas de sus regiones respecto a la media comunitaria. El Acta única Europea reconocía ya la aleatoriedad espacial del proceso integrador y la práctica política ha puesto de manifiesto la necesidad de reforzar la cohesión económica y social para paliar sus consecuencias desequilibradoras.

El problema que se plantea es la respuesta de las regiones afectadas por crisis singulares (shocks asimétricos en la jerga económica), entre las que abundarán las más pobres, después de implantado el euro. Los economistas neoliberales arguyen que los mecanismos más apropiados para conducir el ajuste cuando se producen estas perturbaciones giran en tomo a la flexibilidad de los costes laborales y la movilidad de la mano de obra. De otro modo, los ajustes derivados de estas crisis se pagarán con pérdidas de producción y de empleo.

Un somero repaso a la realidad regional española nos muestra, en el primero de estos ámbitos, que el mecanismo de formación sectorial de los salarios conduce a pequeñas diferencias regionales de los mismos, lo que implica un grado de rigidez considerable; y tampoco cabe esperar grandes milagros de la movilidad territorial de la mano de obra, que ha descendido durante las dos últimas décadas. Además, no hace falta ser económetra ni sociólogo para intuir que un distanciamiento interregional apreciable de los salarios puede resultar altamente conflictivo, ni supone arriesgar mucho la opinión predecir que sería políticamente descabellado propiciar movimientos poblacionales que descapitalizarán social e intelectualmente a las regiones más pobres, porque ya no se repetirían las migraciones de mano de obra rural y barata, como en los años cincuenta y sesenta; los protagonistas serían los trabajadores familiarizados con las nuevas tecnologías.

En definitiva, parecen escasamente realistas las previsiones neoclásicas respecto a la movilidad de los factores productivos en España (y en Europa), caso muy distante del de EE UU. El mundo de Alfred Marshall, en el que continúa apoyándose la corriente más ortodoxa del pensamiento neoclásico, era un mundo estático de equilibrios y óptimos intemporales, mientras que la vida real es dinámica, está preñada de desequilibrios y se compadece mal con los juegos intelectuales alejados de la realidad social.

Hace ya tiempo que diversos analistas (Bayoumi, Eichengreen, etcétera) vienen advirtiendo que el éxito de la unión monetaria pasa, entre otras cosas, por la introducción de un amplio mecanismo de estabilización social capaz de reducir, vía un esquema deransferencias presupuestarias, los impactos negativos que sufrirán algunos países y regiones como consecuencia de graves crisis específicas. Si no se instala algún sistema compensador de los desequilibrios, la moneda única ya Unión Europea toda pueden descarrilar, porque millones de ciudadanos maldecirán el euro y acabarán rechazando la solidaridad menguante de un modelo de integración que prima descaradamente los intereses del norte económico europeo. La reacción de los Estados miembros más ricos contra las moderadas propuestas del Plan Delors II, y las indisimuladas intenciones escatimadoras que Alemania y Holanda han manifestado este mismo año sobre su aportación financiera neta la Unión, muestran bien a las claras que en la "casa común" europea que se perfila habrá propietarios, inquilinos y realquilados,más algunos pobres esperando en la puerta; y que el ambiente socieconómico estará presidido por una sola regla: "Cada cual para sí y que gane el mejor". Por si no bastara, la Comisión Europea anuncia que pondrá también su granito de arena insolidario, con mapas y normas más restrictivas en materia de política regional. En definitiva, si la región fue uno de los grandes olvidos del Tratado de Roma, y por eso la política regional no tuvo entidad hasta dos décadas después de su firma, ahora es la necesidad de convergencia real la principal ausencia del Tratado de Maastricht. Habrá que esperar también al largo plazo, procurando no recordar lo que Keynes opinaba sobre las esperanzas depositadas en él. En el caso español, las salpicaduras regionales del euro no serán neutrales en materia de desigualdad interterritorial. En principio, los efectos positivos de carácter macroeconómico (aumento de la estabilidad y mayor solidez de la política económica) se repartirán armónicamente entre todas las regiones. Pero no ocurrirá otro tanto con los impactos de naturaleza microeconómica; en este caso, los efectos variarán en función del grado de apertura al exterior, la especialización, productiva, la movilidad laboral, la flexibilidad de los salarios, la productividad y otros factores específicos, no todos económicos.

Un análisis reciente de todos estos elementos, realizado por el profesor Villaverde Castro (Convergencia regional y unión monetaria. Universidad de Cantabria, 1997) para el caso español, concluye que "las regiones más beneficiadas serán las más desarrolladas, por lo que, previsiblemente, la unión monetaria europea redundará en un aumento de las disparidades regionales en España". La traducción libre de este pronóstico nos induce a pensar que una parte del camino convergente recorrido por las economías regionales españolas se puede desandar en los próximos tiempos. Lo cual ampliará los desequilibrios y acelerará ceteris paribus el modelo territorial de crecimiento que se ha impuesto en las dos últimas décadas: aumento del protagonismo de las comunidades autónomas del arco mediterráneo y la cuenca del Ebro, más los dos archipiélagos y la Comunidad de Madrid, y franco declive de la comisa cantábrica, junto a la confirmación de las regiones del centro y Sur en las últimas posiciones. En la España políticamente obsesionada por los hechos diferenciales el euro puede agudizar diferencias económicas y sociales.

Roberto Velasco es catedrático de economía aplicada en la Universidad del País Vasco.

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