Tartufos
Si Valle-Inclán redactase hoy los nuevos esperpentos del Ruedo ibérico posmoderno, quizá eligiera caricaturizar a Pedro J. Ramírez: el director del tabloide ultra que, tras adoptar el disfraz de David contra Goliat, aspira hoy al título de Rasputín honorario de nuestra monclovita Corte de los Milagros. Es curiosa la afición a travestirse que demuestra este periodista, como si no se sintiese a gusto en su propio pellejo. Pero visto su pasado repertorio, hasta ahora nos había ahorrado representar el logrado papel de doncella virgen y mártir, cándidamente sorprendida en su pudor. Y eso es lo que parece pretender, al travestirse de Diana Spencer víctima de los paparazzi, que huye hacia delante llevando su caso a los tribunales para hacer un problema público del tráfico con sus vicios privados.Muchos creerán que le está bien empleado, pues se lo estaba buscando: la justicia poética ha hecho cumplir el aforismo del alguacil alguacilado (o del chantajista extorsionado). Es verdad que tampoco conviene cebarse ridiculizando al pobre Ramírez, que aquí representa el poco airoso papel del incauto al que le cogen desprevenido con las vergüenzas al aire. Ahora bien, en este caso hay algo muy irritante, y es que cunda el ejemplo abertzale de hacerse las víctimas siendo los verdugos principales. Es lo que ha hecho Ramírez, incapaz de evitar disfrazarse de víctima inocente. Pero a este respecto, desde luego, el menos inocente es él, pues toda su carrera se ha edificado sobre una sola base: la explotación oportunista de cualquier causa de escándalo que llegase a sus manos. Quien a hierro mata, a hierro muere.
La anécdota sería despreciable de no ser por su trascendencia, pues el caso Ramírez, parece representativo de la pendiente por la que se desliza la escena española. El problema no reside en él, sino en su capacidad de contagiar su cinismo a toda la clase política. En efecto, el señor Ramírez es un Tartufo: ese arquetipo creado por la comedia de Moliére donde un hipócrita consigue dominar a una familia burguesa y obtener de ella todo lo que desea. De ahí que lo preocupante no sea su propio fariseísmo, sino la vergonzante influencia que parece ejercer sobre la ilustre familia que hoy ocupa la Moncloa gracias a sus intrigas folletinescas. Aquí es donde conviene recordar a Rasputín: aquel mitómano intrigante que con sus mistificaciones alucinatorias logró seducir la voluntad de la corte imperial rusa.
Pues bien, el papel de Ramírez en la política española parece análogo al que ejerció Rasputín como valido del crepúsculo zarista. Lo cual resulta muy alarmante si tenemos en cuenta la sospecha de que Ramírez esté manipulado por los mismos intereses opacos que hoy deben sentarse en el banquillo de la Audiencia Nacional. De ahí que el caso Ramírez parezca una pantalla para tapar el caso Banesto. Y si bien González fue capaz pese a todo de resistir el presunto chantaje de Conde, no es seguro que Aznar demuestre la misma firmeza, sobre todo si se deja aconsejar por su Rasputín particular.
Pero la peor influencia que ejerce Ramírez no es tanto política como-moral. Me refiero al ejemplo que da con su fariseísmo triunfante, que no duda en conspirar mientras adopta una pose de honesta dignidad ofendida. Pues bien, éste es el estilo Ramírez que ha hecho suyo el Gobierno de Aznar, sin escrúpulos para esgrimir de palabra la defensa del interés general mientras de obra procede al sectario abuso de poder. Los ejemplos sobreabundan, pero la prueba más reciente la tenemos en el propio Aznar, que ostenta en público su magnanimidad de perdonavidas dispuesto a indultar a los mismos que contribuyó a encarcelar. Es verdad que González hace mal en callar, abandonando a quienes delinquieron bajo su responsabilidad. Pero mucho peor hace Aznar, cuando se digna perdonar a quienes son castigados por lo mismo que él no ha tenido escrúpulos en practicar: su financiación irregular. Así que no se sabe quién es peor tartufo, si el maestro Ramírez o su discípulo Aznar.
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