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Aeropuerto 97

Hace años, lo peor era el zumo. Ese brebaje de composición nunca suficientemente aclarada y que solía provocar espasmos inmediatos animando de forma contundente el tránsito intestinal. Era un elemento obligado y fácilmente reconocible en el trato pelota que las compañías aéreas otorgaban a sus viajeros una vez que el aparato completaba la maniobra de despegue y se situaba en, posición de crucero. Con el tiempo, el bebedizo fue mejorando y las amables azafatas ofrecían ya otras opciones menos agresivas para el aparato digestivo. Lo mismo sucedió con la comida a bordo en los vuelos de larga distancia. De aquellas tortillas de madera, los filetes de cuero y el pescado de estopa a los actuales servicios de catering hay una diferencia más que notable en positivo que resulta de agradecer para el sufrido estómago del ejecutivo volante o del turista penitente. Mejoras sin duda alguna atribuibles a la dura competencia establecida entre las compañías y que ha per mitido, además, abaratar las tarifas del transporte aéreo y poner el mundo al alcance de la gente corriente.Anuncios en prensa, radio y televisión presentan los vuelos en las distintas líneas publicitadas como una auténtica cascada de atenciones dispensadas por unas azafatas cuyo proceder sería el propio de un hotel de cinco estrellas. Luego, el asiento no es tan cómodo como lo pintan, la película no se ve tan bien, ni todos los miembros de la tripulación son tan jóvenes y deslumbrantes como los del anuncio, pero, en términos generales, el personal suele ser muy correcto y profesional. No puedo entender, en consecuencia, por qué esas mismas compañías que proclaman sus mimos al viajero a bordo cuando está en las terminales del aeropuerto le tratan como a un perro. Un desprecio absoluto que vimos magnificado el pasado fin de semana en Barajas, cuando las condiciones atmosféricas provocaron el cierre de pistas y la suspensión de vuelos. Allí se amontonaron cientos de personas, viajeros que habían pagado su billete religiosamente y a los que dejaron más tirados que una colilla sin ofrecerles alternativa alguna de transporte o alojamiento ni la menor atención que aliviara el plantón. El cuadro de abandono de los pasajeros damnificados resultaba desolador. Pálidos y demacrados por la prolongada espera y con las ojeras invadiendo la mandíbula, miraban como posesos los paneles informativos anhelando cualquier guiño del marcador electrónico que anunciara el cambio de su suerte. Nadie da la cara allí, los empleados de turno en los mostradores carecen de capacidad y competencias para actuar y, en el mejor de los casos, sólo pueden exhibir una sonrisa forzada que no consuela ni a los más templados. En esa circunstancia, la información se convierte en el más preciado valor. Algún conocimiento de su situación que les permita decidir si optar por otro medio de locomoción, irse a dormir a casa, a un hotel, o aguantar la espera con los Episodios nacionales.

Hace más de quince años que un equipo de ingenieros y arquitectos japoneses. recibió el encargo de construir un nuevo aeropuerto en El Salvadon Situado a unos treinta kilómetros de la capital, aquellos técnicos entendieron que tal distancia alargaría el tiempo de permanencia de los pasajeros en el aeropuerto y decidieron diseñar una sala con gradas enmoquetadas en la que la gente pudiera dar en posición horizontal la cabezada misericorde que aliviara su espera. Una posibilidad mucho más racional y humanitaria que la que ofrecen las sillas de plástico de Barajas, cuyos bordes atormentan las costillas de los que tratan de ensayar la postura del cuatro.

Un aeropuerto ha de tener en cuenta esas contingencias, por desgracia tan frecuentes. La dirección debe igualmente exigir a las compañías aéreas mayor información y responsabilidad con los pasajeros. Y estas últimas han de comprender que sus obligaciones para el cliente no empiezan ni terminan en la escalerilla del aparato. Mal está que el instrumental de algunos de sus aviones y muchos de sus pilotos no estén aún capacitados para operar con el sistema de comunicaciones que permite maniobrar sin visibilidad, pero resulta infame que la niebla ciegue también su compromiso profesional con los viajeros. Eso es peor que el zumo.

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