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Política autonómica y límites del disenso

En los últimos años se han producido llamamientos más o menos explícitos en favor de un entendimiento entre el Partido Popular y el partido socialista por lo que hace a los grandes temas de nuestra vida política. Lo conseguido al respecto, no siendo en absoluto desdeñable (integración europea, terrorismo, algunos aspectos de la política social, etcétera), apenas ha alcanzado a una cuestión tan decisiva para la vida española como es el problema nacional y autonómico. Ante el preocupante arbitraje que la lógica de las cosas concede hoy, al nacionalismo catalán en particular y a los nacionalismos periféricos en general, los políticos de ámbito estatal no parecen tener otra respuesta que su ilimitada capacidad de enfrentamiento entre ellos, con el consiguiente olvido de la distinción entre los terrenos de nuestra vida política adecuados para el disenso y aquellos otros en que el acuerdo resulta indispensable.Son bastantes los observadores que creen probable la consecución por el Partido Popular de un segundo triunfo electoral. La combinación de unos datos económicos favorables con la imposibilidad de que se materialicen los desmedidos vaticinios socialistas acerca del desmantelamiento del Estado del Bienestar, hace previsible una renovación de su precaria victoria en las últimas elecciones. Pese a ello, el Partido Popular no parece modificar las líneas generales de una implacable estrategia antisocialista. O no están tan seguros de su futura victoria o no están en condiciones de cambiar un renglón de su modo de hacer política al que algunos de sus dirigentes parecen atribuir, con criterio hartamente discutible, su conquista del poder.

La oposición socialista, en lo que llevamos de legislatura, ha tendido a manifestarse de modo altisonante y, justamente por ello, poco eficaz. Cuando todavía no se ha apagado el eco de las machadas de Felipe González y Alfonso Guerra en. las elecciones gallegas, los actuales dirigentes del PSOE insisten en practicar, en ausencia quizá de un proyecto meditado de alternativa política, el disparo a cuanto se mueva en el horizonte. De los papeles de Barea, traidores incluidos, a la crítica oportunista al plan de enseñanza de las humanidades, pasando por el inagotable filón que supondría la televisión pública estatal, el PSOE da la impresión de amalgamar una serie de pequeños o medianos problemas políticos, tan irrelevantes para aglutinar a su electorado como eficaces cara al bloqueo de cualquier diálogo con el Gobierno en relación a las cuestiones sustanciales.

Esta situación apenas tendría importancia, incluso podría resultar aceptable, si en la vida política española no se hubiera producido, a favor de la actual configuración de nuestro Estado autonómico, un desbordamiento de las fuerzas políticas nacionalistas sin precedentes en nuestra historia y sin paralelo en los Estados federales y regionales que nos sirvieron de referencia en el momento constituyente. Cuanto más importante resultaba un sistema de partidos estatal capaz de equilibrar un acelerado y profundo reparto territorial del poder, nos encontramos con la consolidación de unos, subsistemas partidistas que complican notablemente el juego de nuestra vida pública. Y cuando se hace patente la dificultad para que los partidos estatales puedan alcanzar mayorías absolutas, se registra el triunfo de unas direcciones políticas a derecha e izquierda incapaces de modular sus relaciones a tenor de la situación. El resultado neto de este estado de cosas es que la estabilidad política española está llamada a depender en un horizonte a corto y medio plazo de las decisiones del nacionalismo catalán y, en la medida que sepan jugar sus cartas, de los nacionalismos vasco, canario y gallego. Por muy favorable que se sea a la integración de los nacionalismos en la vida del Estado, saltan a la vista los riesgos de semejante situación.

Hay algunos indicios (desmedida reacción del presidente de la Generalitat de Cataluña a la emisión de un debate sobre España en TVE, amenazas de incumplimiento de la ley en el campo educativo, anuncio de impugnación a plazo de un modelo de financiación autonómica que se acaba de establecer) de que el margen que los nacionalismos periféricos están dispuestos a consentir para hablar con serenidad de estas materias, es cada vez más estrecho. Cuanto mayores son sus avances, más insoportable se les hace cualquier decisión política que implique límite a sus conquistas. Antes de que ese margen desaparezca, habrá que convenir en la urgencia de un entendimiento básico entre el Partido Popular y el PSOE en cuanto tiene que ver con la vida del Estado autonómico y la propia realidad de un Estado nacional abierto al reconocimiento de las nacionalidades y regiones en el marco de un modelo de lealtades compartidas y dentro de un proceso de integración europea. Un entendimiento que no debe quedar aplazado a un eventual momento de crispación del problema, circunstancia a evitar por todos los medios, pero que no puede descartarse sin más de nuestro horizonte a la vista de la demostrada capacidad de ciertas dinámicas políticas para imponerse a la expresa voluntad de los actores.

Es muy probable que los nacionalismos periféricos se equivoquen al creer inagotable su capacidad de intimidación sobre el conjunto del sistema político español. Pero es seguro que su equivocación resulta inseparable de su convencimiento acerca de la dificultad de los partidos estatales para entenderse en las cuestiones que a ellos más les interesan. En este sentido, la incomprensión entre Gobierno y oposición en materia nacional y autonómica constituye un permanente acicate a la radicalización y una tácita invitación al triunfo de las tesis maximalistas dentro de nuestros complejos y plurales nacionalismos etnoterritoriales.

Lejos de resultar una provocación a los nacionalismos catalán y vasco, el acuerdo de fondo entre el Partido Popular y el PSOE, por lo que hace a la cuestión nacional y autonómica debería ser entendido como una prueba de madurez política. Desde hace años, hay en la política española, todavía más en la política madrileña, una lamentable disposición a tratar a nuestros políticos nacionalistas como beneficiados de una interminable minoría de edad capaz de disculpar sus equivocaciones o sus desafueros. Aunque de esta situación se derivan innegables beneficios inmediatos para CiU y el PNV, todo hace indicar que no es éste el mejor modo de conseguir el definitivo y necesario acomodo nacionalista en el conjunto de la vida española.

Del mismo modo que carece de sentido la práctica de ese singular paternalismo en relación a unos políticos avisados, resulta desmedido pretender de ellos la claridad de ideas y la moderación de actitudes capaces de solventarnos el problema. Son los partidos de ámbito nacional los obligados a damos unas soluciones que, una vez concertadas entre ellos, puedan ser compartidas por el conjunto de nuestras fuerzas políticas.

Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado de la UNED.

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