Terapia ocupacional
Recuerdo una novela policiaca de William Irish en la que el detective toma café en la misma sala en la que el asesino ha ocultado a la víctima. El investigador nota algo inquietante en aquel espacio convencional, como si la lámpara o los muebles se encontraran dispuestos en torno a un centro inexistente: el asesino ha robado medio metro a la dependencia para emparedar al muerto, lo que ha desplazado las cosas de su lugar protocolario, produciendo en el visitante esa suerte de extrañeza que precipita el descubrimiento del crimen.Muchas veces, en la vida, nos sentimos incómodos frente a situaciones perfectamente familiares. Llega el alcalde, verbi gratia, y dice que va a poner en el Viaducto unas mamparas antisuicidios transparentes, de dos metros de alto por 300 de largo. Por un lado, nos decimos, es normal que un regidor intente evitar que sus conciudadanos se arrojen, espantados, al vacío después de ver cómo ha quedado la plaza de Oriente, que atravesarían de camino al Viaducto para convencerse de que no vale la pena vivir. Pero por otro siente uno que hay algo profundamente anormal en esa decisión de metacrilato que va a costar 63 millones de pesetas a las arcas públicas. La extrañeza aumenta cuando Álvarez del Manzano va y dice que a él no le importan "las razones morales que llevan a una persona a matarse", y que las pantallas evitarán "que la gente que se asome se caiga".
Aun conociendo las perversiones urbanísticas de este ,hombre, uno se lleva la taza de café a los labios y no puede evitar preguntarse, sobre todo si ha leído a William Irish, dónde está el cadáver. Hay algo profundamente disparatado, ilógico, en esa decisión municipal y en las declaraciones del alcalde perverso. Se imagina uno a los suicidas estrellándose contra las pantallas transparentes como un moscardón contra el cristal de la ventana; piensa uno en la cantidad de pájaros que se romperán el cuello contra esa trampa invisible; en los golpes que se darán los turistas en la cabeza cuando quieran mirar hacia abajo... Pero no es nada de eso. La extrañeza procede de un desvarío profundo, de una insania terrible, que uno percibe emparedada y próxima, quizá en el cercano túnel de Bailén o en la bóveda craneal de don José María Álvarez. Vuelve uno a leer sus palabras estremecedoras a la prensa del día y da con una frase que pasó por alto en la primera lectura: "De esta manera se evitará un problema". La oración gramatical entrecomillada, prima hermana de aquella otra de Aznar ("había un problema y se ha resuelto"), es la causa de nuestra perplejidad.
Entretanto, en la misma edición de El País Madrid que daba cuenta de la noticia insólita, leíamos que un incendio había arrasado el asentamiento marginal de Boetticher y Navarro, donde había un problema que ha resuelto el fuego con parecida frivolidad. Los 50 emigrantes que vivían bajo la protección de esa forma de intemperie atenuada deambulaban al día siguiente por la zona en busca de un refugio (Madrid está lleno de esta clase de zombies que ofrecen una resistencia curiosa a suicidarse). Uno tuvo, por un momento, la fantasía de que el alcalde o el presidente de la Comunidad acudirían a solidarizarse con las víctimas, del mismo modo que Aznar se apresuraba a ir a Badajoz para salir en los telediarios. Pero los inmigrantes son de color, y no dan votos. A veces los quitan.
Por otra parte, casi mejor que no hayan ido. Las autoridades siempre quedan un poco descentradas (como la lámpara de la novela policiaca) en medio de esa pobreza extrema.
No saben qué hacer ni cómo mover los brazos en una dimensión para ellos tan extraña. Se les ve contemplando el desastre con expresión de asombro y uno comprende que, aunque resulten seres muy familiares (les vemos todos los días en la tele), en realidad son marcianos.
Y es que la pobreza da miedo o remordimientos, no sé, pero da algo que algunos combaten con terapia manual, haciendo pantallas para lámparas o para viaductos. El caso es poder decirse al cerrar los ojos por la noche: "Había un problema y se ha resuelto". Qué bueno eras, William Irish.
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