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Tribuna
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Lluvia de catástrofes

Las dosis altas matan, aunque sean de agua, principio de vida y de salud. Los episodios de destrucción que acabamos de vivir suelen desatar la rabia por no haber vencido aún a la naturaleza. Se maldice a esa fuerza desconocida y caprichosa, el clima. Pero aunque tales alegatos pretenden ir teñidos de racionalidad, son, como los que se harían contra cualquier trascendencia, actos de fe. Y así sólo sumamos nuevos temporales en ese otro ecosistema llamado mente. No menos, dado que somos animales políticos, suelen desbordarse los comentarios contra los que se merecen menos votos. Recordemos que los responsables del clima obviamente son los Gobiernos: autonómicos o más amplios.Aumentada la serenidad por la semana transcurrida podríamos intentar más ecuanimidad. Me refiero al conato de sensatez que se vislumbra cuando recordamos que el asentamiento en algunos dominios naturales podría haber sido evitado y un luto como el que ahora nos asola. Hay más que suficiente capacidad y conocimientos para planificar correctamente hasta la última vivienda, infraestructuras y apetencia sin romper permanentemente los paisajes. Todos sabemos que las riadas son un elemento más de nuestro ámbito. Resultan, desde luego, episódicas, pero también reiterativas. Por tanto, volverán. A ver si entonces hemos comenzado a rectificar. Si escalamos otro poco hacia la deseable lucidez podemos caer en la cuenta que los zarpazos de lo espontáneo parecen querer elegir siempre a los más débiles. Pero no porque las inundaciones sean clasistas, sino porque lo son los constructores y la sociedad. Los pobres están en primera línea: la de su periférica fragilidad. Cuando se puede, todos sabemos y queremos instalarnos en amplias seguridades. Así, cabe recordar que los muertos por catástrofes climáticas en los países no industrializados son al menos seis veces más que se producen en cualquiera de los 20 Estados más poderosos del mundo. Y con esto comienzan algunas consideraciones sobre la falta de proporcionalidad y de azar absoluto en las cada vez más frecuentes tragedias aparentemente naturales. Porque el porcentaje de población en los Estados pobres no es seis veces mayor que el de los agraciados, sino sólo cinco. En los últimos 12 años se han ahogado en el planeta unas 200.000 personas por inundaciones.

Por contra, los llamados daños materiales son 100 veces superiores en los países consumistas que en los que no pueden serlo. Baste como ejemplo que el huracán Andrew costó 30.000 millones de dólares en EE UU. Al menos, 150.000 millones más se perdieron en las 13 inundaciones más grandes del planeta entre el 85 y el 95. Los temporales de invierno del 90 nos costaron a los europeos 10.000 millones de dólares. Hay más. Porque todo no es igual a lo que era.

Las estadísticas de la ONU demuestran que los afectados por esta catástrofe se han duplicado en la pasada década; la anterior vio también vio duplicarse los muertos por desbordamientos de ríos. Si tenemos en cuenta que la población crece casi un 20% cada 10 años, resulta que la mortandad viene siendo cinco veces superior a la que implicaría el crecimiento demográfico. Y eso sólo puede querer decir que hay condiciones ambientales nuevas que estimulan los siniestros por precipitaciones: la deforestación generalizada, base de la erosión y de la reducción por aterramiento de los cauces fluviales. No menos al desordenado abandono de la vida rural -200.000 personas diarias- que obliga a instalarse en lo inseguro. Y sobre todo, al cambio climático. El aumento de temperatura de los océanos provoca más lluvia y con irregularidad mayor. Recordemos la veintena de récords absolutos de lluvia sólo en España en los últimos tres años, tras la peor sequía. Somos muchos los meteorólogos que afirmamos que se pierde la más necesaria cualidad del clima: sus términos medios. Todo esto nos lleva a incluir, en los análisis sobre lo acaecido, la evidencia de que el clima está drogado. Y el narcotraficante se llama consumo excesivo de energía.

Un aire más limpio nos traerá una tierra más segura.

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