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La historia y el olvido

Antonio Muñoz Molina

Parecía que el pasado no le interesaba a nadie, y ahora resulta que uno de los mayores simulacros de escándalo político del presente tiene como motivo el estudio del pasado más o menos lejano. Parte del éxito de la transición se cimentó sobre el olvido mutuo y la suspensión del pasado, o sobre la renuncia a utilizarlo políticamente, para ser más exactos. En los años ochenta, el apresurado catecismo socialista de la modernidad agregaba un nuevo matiz a la abolición del pasado y de su memoria, y no sólo en el ámbito de la política: los ochenta fueron un tiempo en que moda y modernidad se volvieron sinónimos, y en el que casi todas las artes se rindieron al fetichismo de la juventud y de un presente cada vez más estrecho.Los intelectuales, la gente que escribe libros y opina en los periódicos, no suelen interesarse mucho por lo que ocurre en las escuelas. Si lo hubieran hecho, habrían observado a lo largo de esa década que las tentativas de abolición política y estética del pasado se correspondían con el lento descrédito escolar de los saberes de la memoria, es decir, las Humanidades. Año tras año, hasta llegar a su culminación en la célebre LOGSE, la enseñanza de la Historia (y también de la Geografía) fue perdiendo relevancia en los planes de estudio, las dos se fueron volviendo conceptualmente borrosas en una asignatura llamada de Ciencias Sociales, según una moda internacional que a nosotros ya llegaba convertida en anacronismo: circulaba ya la especie, difundida por la secta poderosa de los pedagogos, de que todo aprendizaje debía prescindir de la memoria y basarse en la experiencia directa. En pedagogía, esa ciencia de éxito sólo comparable al de la ufología y la astrología, el adjetivo "memorístico" se volvió tan insultante como "costumbrista" en literatura. Cabe preguntarse si hay alguna experiencia posible de la mente humana que no esté hecha de memoria, desde el acto de respirar al de subir o bajar una escalera, pero por ahora prefiero no detenerme en ese extremo. Tan sólo quiero apuntar que en los principios pedagógicos triunfantes en las últimas décadas está implícita la negación de los saberes históricos y geográficos. Casi nadie puede adquirir, por experiencia directa, el conocimiento del Neolítico o de las fuentes del Nilo, por poner dos ejemplos: la Geografía y la Historia son rigurosamente incompatibles con los doctrinarismos pedagógicos de la moda. Ni el pasado ni el mundo exterior tienen mucho sitio en la escuela.

A ese azote internacional de la pedagogía se unen otros dos factores que me parecen muy relevantes. El primero de ellos es la negación postmoderna de cualquier posibilidad de conocimiento objetivo, y la idea correlativa de que todos los discursos son más o menos equivalentes, ya que ninguno de ellos puede ser juzgado según un criterio de confrontación con la realidad. Según ese principio, no ya la Historia, sino incluso la Física, son construcciones arbitrarias que responden a intereses de poder, a opciones de raza, de sexo o de orientación sexual. Pondré un ejemplo aleccionador, aunque también alucinante: para algunas teóricas del feminismo radical, la descripción clásica del modo en que los espermatozoides se aproximan al óvulo no es el relato de un hecho biológico objetivo, sino una apología machista de la violación en grupo. Hay una Historia para hombres y otra para mujeres, del mismo modo que la hay para los negros, a los que se tiende a impartir en las escuelas la doctrina del afrocentrismo, que enseña, entre otras cosas, que los egipcios eran negros, y que la filosofía griega, y por tanto la cultura occidental, no son sino el producto del saqueo de unas sabidurías ancestrales que la raza blanca ha usado después para sojuzgar y humillar a los africanos.

Esa música, en apariencia tan lejana, ya le estará sonando a alguien: una cultura inocente y ancestral, una raza pura y bondadosa, unos dominadores pérfidos, y, por supuesto, extranjeros... El segundo factor al que me refería más arriba en la denigración general de la Historia es la fiebre regionalista o nacionalista que se extendió entre nosotros desde principios de los años setenta, y que culminó en la colosal chapuza del llamado Estado de las autonomías. Me importa mucho ser muy preciso en este punto: creo que es imprescindible distinguir entre la evidencia política y el disparate, es decir, entre la necesidad que había, al restaurar la democracia, de restaurar también los estatutos de Cataluña, el País Vasco y Galicia, y la apresurada proliferación de estatutos y nacionalidades a la que se ha dedicado tan jovialmente y tan costosamente la clase política en los últimos veinte años. Tampoco sería ocioso recordar que las ideologías nacionalistas son legítimas, pero que no tienen por qué ser obligatorias, ni ser la representación privilegiada y hegemónica de los intereses o de la personalidad de un territorio. Sin embargo, no hay fuerza política que no aspire a ser al menos tan nacionalista como los nacionalistas, lo cual crea un estado de confusión permanente y difunde la creencia de que no hay vida política fuera del nacionalismo más cerradamente identitario. Ningún partido político de los que ahora se llaman "de ámbito estatal" renuncia a buscar votos, titulares o clientes apelando a los agravios comparativos. Si Jordi Pujol entiende que cualquier ataque a su persona o a su política es un atentado contra Cataluña, no le andan muy lejos en sus respectivas demagogias los presidentes socialistas de Extremadura o de Andalucía. El Partido Popular no tiene el menor escrúpulo en explotar el peligroso filón del anticatalanismo valenciano. En cuanto a Izquierda Unida, parece arrebatada por una fiebre incontenible de autodeterminaciones y radicalismos vernáculos, que lo mismo le lleva a aliarse con Herri Batasuna en Euskadi que a vindicar las gallinejas o las corridas goyescas como señas de identidad cultural de Madrid.

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Esta vocación balcánica viene de lejos, exactamente de los tiempos confusos del último franquismo y la primera transición. Fue entonces cuando la izquierda se afilió con entusiasmo apresurado e ignorante a la creencia de que nacionalismo y progresismo eran términos idénticos, y de que, por lo tanto, la idea y hasta el nombre de España pertenecían a la reacción, eran invenciones de la derecha franquista. De pronto parecía que no se pudiera ser al mismo tiempo español y de izquierdas: había que ser catalán, vasco, gallego, andaluz, castellano, leonés, canario, cántabro, cualquier cosa adecuadamente oprimida y ancestral, dotada de los pertinentes enemigos igual de ancestrales: los españoles. Si nadie se reconoce como español, salvo unos cuantos ancianos que aún escriben cartas al director en Abc, ¿quiénes son entonces esos españoles tan opresores, tan culpables de todo? De pronto resultaba que España era una entidad pétrea y dominadora, y que a la vez no existía. Existía, aún parece que existe, una cosa llamada Estado Español, término que los nacionalistas copiaron de Franco, quien a su vez lo había copiado del mariscal Pétain, que llamó a su régimen lacayo e infame "Estado francés", porque la palabra república le gustaba más o menos lo mismo que le gusta a monseñor Setién la palabra España, y menciono al obispo de San Sebastián por buscar a una figura de una talla moral equiparable a la del anciano héroe de Verdún.

Justo aquí se entrecruzan la moda pedagógica y el doctrinarismo político con las desfachateces postmodernas sobre la irrelevancia del conocimiento riguroso: al mismo tiempo que se decretaba la inexistencia de España iba desapareciendo en las escuelas el estudio de su historia inexistente, y por supuesto de su geografía irreal. Los niños no tienen por qué conocer aquello que esté fuera de su campo de experiencia directa, y menos aún el espacio geográfico de un país opresor que además no existe: el mundo se ciñe a los límites de lo que es nuestro, y la historia no puede ser sino el relato de la permanencia a través de los siglos de la compacta identidad de nuestro pueblo, que se define por lo que es y ha sido siempre, pero sobre todo por lo que no es, por su resistencia a la continua y zafia agresión de lo español. Enseñar a los niños negros que Platón y Aristóteles robaron el conocimiento de los sacerdotes egipcios, los cuales, siendo de raza africana, habían construido las pirámides con procedimientos paranormales, es un fraude intelectual de la calaña más baja, pero el afrocentrista responde impertérrito que la tarea de la educación no es acumular conocimientos objetivos en los niños, sino ayudarles a construir su autoestima y su sentido de la identidad colectiva, dañadas por el racismo blanco (quizás sea eso lo que los pedagogos llaman, con su conocida transparencia lingüística, los "contenidos actitudinales").

El fraude mental se repite con toda exactitud entre nosotros, y muchas veces con un etiquetado ideológico de izquierdas, según se ha visto en la bochornosa diatriba de las últimas semanas. La Historia de España sólo puede ser reaccionaria y memorística: frente a ella, contra ella, se erigen las historias o mejor las culturas respectivas de los nobles pueblos autóctonos, tan lúdicas y a la medida como las atracciones de un parque temático, limpias de fechas, de incertidumbres, de errores y de cualquier contratiempo que no proceda de la torpe perfidia agresora española. A un fantoche de la junta de Andalucía le oí declarar hace poco que a los niños andaluces no les hacía ninguna falta saber quién fue don Pelayo, que a este señor debe de parecerle como un jefe local del Movimiento o algo así. Pero me temo que para entender algo la preciada historia de Andalucía, e incluso, para decirlo finamente, de las nacionalidades y regiones del Estado Español, hará falta adquirir ciertas nociones básicas sobre la invasión musulmana de principios del siglo VIII y el proceso larguísimo de confrontación, expansión de los reinos cristianos y lento reflujo de al-Andalus que terminó en 1492.

Ni España ni la historia de España son inventos del general Franco, ni siquiera de Esperanza Aguirre. Lo que hizo el régimen de Franco con la historia de España no fue imponerla tiránicamente, sino tergiversarla y abolirla, usurparla igual que usurparon el nombre el país. Desde 1939 se decretó no sólo la amnesia acerca de lo que habían sido la República y la guerra, sino también la falsificación de todo el pasado anterior, a fin de ajustarlo a las directrices ideológicas de la derecha más ignorante y cerril y de una iglesia de incensarios y brazos en alto aliada con perfecto descaro con la tiranía. La historia que a mí me enseñaban en la escuela se parecía mucho, en su vocación de adoctrinamiento y en su exaltación paranoica de un pueblo noble y cercado de enemigos exteriores -la España visceralmente católica, martillo de herejes, vencedora de los infieles musulmanes en la Reconquista y del comunismo ateo en la Cruzada de Liberación-, a los simulacros de historia que alientan los nacionalismos de ahora. De igual modo que para Sabino Arana el pueblo vasco había sabido mantener su pureza de sangre y ortodoxia católica a pesar de la agresión continua y envenenadora de la raza inferior (la española), para los redactores de mis enciclopedias escolares el pueblo español no se había dejado contaminar nunca ni por herejes ni por invasores.

No se trata de que nos contaran una historia fascista en vez de una historia progresista: era, simplemente, que nos estaban mintiendo, que nos ocultaban otra historia verdadera y plural, haciéndonos creer que la única tradición española posible era la reaccionaria. Las Comunidades de Castilla, la Ilustración, las Cortes de Cádiz, la revolución de 1868, el progreso de las ideas krausistas, del socialismo y del federalismo, la II República, todo fue borrado, abolido, negado, con la misma crueldad radical con que se negó la condición y hasta la nacionalidad española a una muchedumbre de vencidos.

La dictadura, pues, ocultó y falsificó la Historia de España: la democracia, en vez de recobrarla, ha confirmado su prohibición. En las escuelas franquistas se enseñaba que la guerra civil fue una agresión del comunismo internacional contra la España católica y eterna: en las escuelas catalañas y vascas de ahora se enseña que la guerra civil fue una agresión española contra Cataluña y contra Euskadi. Parece que a nadie, en ninguna parte, le interesa contar la simple verdad que los documentos atestiguan: que en 1936 hubo una sublevación militar en contra de un régimen legal y democrático, la República Española, en cuyo ordenamiento constitucional estaban incluidos los estatutos de autonomía del País Vasco y de Cataluña.

Pero no se trata de vindicar la Historia de España sobre o frente a la de Cataluña, o a la de cualquier otro lugar: la cuestión es si elegimos la molestia de indagar las cosas que sucedieron o preferimos las comodidades del mito. La historia, igual que la ciencia, y a diferencia del dogma, está hecha de incertidumbres, de tentativas de aproximación. El historiador, el científico, aceptan el error y la duda: el predicador sólo maneja certezas. De modo que enseñar Historia no sólo sirve para conocer el pasado y encontrar en él ciertas claves necesarias para la comprensión del presente, sino también para crear en nosotros la conciencia de la dificultad y la necesidad del saber, la disciplina intelectual que nos hace falta para interpretar diariamente los indicios de la vida. El ejercicio de la inteligencia al que nos acostumbra la historia nos ayuda a recelar de las trampas de sus manipuladores. Ahora se hace mucha demagogia sobre el sentido crítico que se debe inculcar en la escuela, y que sería el contrapunto del aprendizaje memorístico: pero es justamente ahora cuando el sentido crítico está siendo más sistemáticamente embotado mediante el cultivo simultáneo del adoctrinamiento y de la ignorancia.

Por supuesto que no se debe enseñar una Historia hecha sólo de nombres de reyes y fechas de batallas: pero la comprensión y la conciencia crítica precisan de una base ineludible de conocimientos, y del mismo modo que para orientarnos en el espacio necesitamos calcular las distancias, para entender el curso del tiempo nos hace falta una noción clara de la sucesión de los hechos históricos. Por supuesto, también, que la historia general se hace de muchas historias parciales, y que uno de los grandes progresos del saber histórico ha sido la incorporación a él de grupos humanos que estaban excluidos: las mujeres, los pobres, los trabajadores, los esclavos. No se avanza poniendo límites al conocimiento, sino haciéndole ganar a la vez extensión y profundidad. Las guerras carlistas, la llegada de los telares de vapor y de los ferrocarriles, la rebelión de las Comunidades, no son acontecimientos que afecten sólo al País Vasco, a Cataluña y a Castilla y León, respectivamente, del mismo modo que el dos de mayo no es una fecha que deba conocerse sólo en Madrid, y que el califato de Córdoba no pertenece sólo al pasado de los andaluces. Cada historia parcial enriquece e ilumina una historia común, que cobra su pleno sentido en el marco más amplio de la Historia europea y aun en el de la Historia Universal, que cada día nos es más necesaria, porque cada día se vuelve más pequeño e interconectado el mundo. Justo ahora, cuando sabemos el modo en que puede afectarnos un hecho ocurrido en Bruselas o en Singapur, cuando los científicos nos están alertando de que los desastres de la naturaleza tienen consecuencias globales, precisamente ahora es cuando en nuestras escuelas no se enseña más geografía que la comarcal, ni más historia que la de nuestras presuntas (y respectivas) identidades blindadas, cuando más tenazmente se adoctrina a los alumnos en una actitud de orgullo jactancioso y satisfecha ignorancia.

La España en la que a mí me gusta vivir es tan plural en historias como en paisajes y en idiomas: pero sería terrible que se confundiera la pluralidad con una yuxtaposición de esa clase de colectividades monolíticas -de lengua, de religión, de raza- a las que aspira siempre el nacionalismo. Preferir la historia y la razón frente a la mitología y la reverencia a los dogmas supone preferir también la ciudadanía soberana y solidaria a la adscripción genética a un pueblo. Pero la clase política que nos desgobierna, tan nefasta como populosa, no tiene en general el menor interés en resaltar las cosas razonables que nos unen, y que son el cimiento de la democracia, igual que en el fondo le importa un pimiento la calidad del aprendizaje en las escuelas: en la división, en la proliferación de organismo y cargos, en la demagogia del enfrentamiento, se les ofrecen muchas más posibilidades de intrigar y medrar. Basta con ver el modo en que esa clase política, con sólo unas cuantas excepciones, ha ignorado, malbaratado y despreciado el ejemplo de millones de personas que se lanzaron un día de verano a la calle en nombre de lo que tenían en común, el amor a la libertad y el rechazo y el asco del crimen. Es una fecha que debería aprenderse de memoria en las escuelas, y pertenece a la historia de España: el 14 de julio de 1997. Pero estamos tan acostumbrados a olvidar que ya no parece que se acuerde nadie de ese día.

Antonio Muñoz Molina es escritor.

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