La España de Lara
FRANCISCO RUBIO LLORENTE
Lara es mi nieta. Su nombre, que no es raro en mi pueblo y frecuente en algunos de alrededor, no debe nada a Pasternak. Viene de la advocación bajo la que se venera a la Virgen en un santuario cercano, situado en la sierra, entre Valverde y Fuentedelarco. Un lugar agreste, solitario y de no fácil acceso. Quizás por eso, antes, no sé si ahora, era costumbre muy extendida entre las gentes devotas de la comarca la de hacer a pie el largo camino desde sus pueblos hasta él para agradecer con ese sacrificio los favores recibidos de la Virgen, que es muy milagrosa, como atestiguan los exvotos (por allí se les suele llamar mandas) que se amontonan en la ermita. Pero naturalmente no pretendo aburrir al lector con estas cosas íntimas y aldeanas, que sólo tienen importancia para quienes las viven; trataba sólo de situarlo respecto de Lara.A mediados del siglo que pronto ha de empezar, Lara tendrá más o menos la edad que ahora tiene su abuelo, y vivirá en el mundo que entre todos le estamos preparando. Un mundo, me temo, más bien estremecedor, en el que, siguiendo tendencias ya firmemente establecidas, el número de habitantes del planeta será mucho -mayor; los espacios libres, aún más escasos; los bosques, casi inexistentes, y el aire y las aguas, irremediablemente sucios. Cabe pensar que, pese a todo ello, los hombres no serán entonces más infelices que ahora. Para la inmensa mayoría no habrá otra realidad que la que les llega a través de los miedios, y quienes -los manejan y la crean ya cuidarán de embellecerla para seguir ellos manejándolos y creándola. El medio más eficaz de tener tranquilos a los humanos es el de convencerlos de que son felices.
Pero tampoco es éste tema del que yo pueda ni deba ocuparme. A diferencia de la osteoporosis, la hipertensión y otras enfermedades que vienen con la edad, el pesimismo puede ser contagioso y hay que evitar su propagación. No es el mundo del año 2050 el que querría imaginar, sino la España en la que Lara vivirá entonces; más precisamente, la estructura política que entonces tendrá lo que hoy llamamos España. Una empresa menos arriesgada porque esa estructura está siendo construida ya por fuerzas poderosas y hombres decididos y enérgicos que, cuando menos, llevan muy adelantada la tarea de limpiar el solar en el que ha de erigirse.
El punto de partida de mi fantasía es el de que Lara sea para entonces efectivamente española, o viva en lo que hoy llamamos España. Dos condiciones que ni son seguras ni se implican recíprocamente. Es posible que Lara siga siendo española y viva en Madrid, o en Asturias, o Galicia, de donde viene el resto de su sangre; o incluso quizás en Extremadura. 0 que lo haya dejado de ser y viva en Nueva York o en París, o en Barcelona o Bilbao. En todo caso, es sólo un punto de partida, debilidad de abuelo y pretexto literario, no un supuesto necesario. Si no es ella, otros muchachos y muchachas que hoy son españoles y tienen su edad tendrán entonces la suya y vivirán, con la misma nacionalidad que hoy tienen o con otra, en los mismos lugares en donde viven hoy.
Si todo va como se quiere, es probable que España sea, en efecto, a mediados del próximo siglo mucho más pequeña de lo que hoy es y que comparta la Península no sólo, como ahora, con Portugal, sino también con Euzkadi y con Catalunya. Al menos con ellos; la realidad puede ser, como se sabe, mucho más rica, pero para el razonamiento que sigue basta con ese esquema, con el que no quisiera agraviar a nadie. Todos los pueblos tienen los mismos derechos desde que se toman el trabajo de nacer, y aquí es cada vez mayor el número de los que hacen el esfuerzo. En todo caso, los españoles serán seguramente un poco más pobres, y probablemente más pobres serán también los catalanes y los vascos. El coste de establecimiento de un servicio exterior y de creación de un ejército de nueva planta son considerables, y tanto aquél como éste son indispensables para incorporarse al concierto de las naciones y entrar en la OTAN, fuera de la cual, entonces como ahora, los Estados de Occidente sólo podrán ser considerados Estados de segunda fila. Aunque cabe pensar, y ardientemente desear, que España haya ofrecido al mundo el ejemplo de una desmembración pacífica y negociada, no es difícil intuir que los nuevos Estados (República seguramente Cataluña; tal vez Reino el País Vasco) no podrán incorporarse inmediatamente a la Unión Europea, cuyos tratados fundacionales no prevén el supuesto. Parece natural que España ponga como condición previa para ello el arreglo de los enojosos problemas que siempre origina en estos casos el reparto de la deuda y otras menudencias, y no es inimaginable que tampoco sean entusiastas de la adhesión la Gran Bretaña o Italia, por el riesgo de que Escocia o la Padania pretendan seguir el mismo camino, ni Francia, por las amenazas de irredentismo. En todo caso, es seguro que se habrá encontrado alguna forma de asociación más o menos satisfactoria, y hasta es posible que, aunque sin presencia en el Banco Central Europeo, los nuevos países puedan seguir utilizando como moneda propia el euro, que fue la suya antes de independizarse. Tampoco estarán aislados, pues la historia los empuja naturalmente a la alianza con Flandes e incluso con la República Turca del Norte de Chipre, aunque eso parezca menos seguro por mucho que los turcochipriotas insistan en el daño que España les causó en Lepanto. Barcos y marinos catalanes y vascos debió haber allí.
En todo lo demás, las cosas no habrán cambiado mucho. Por supuesto, la lengua oficial única de los nuevos Estados será la que hoy identifican como propia del pueblo vasco y de Cataluña los respectivos estatutos de autonomía, pero los hispanoparlantes seguirán hablando castellano y estudiando en esa lengua, y quizás incluso votando, al menos en las elecciones municipales. Muy seguramente, por libre decisión de los nuevos Estados, pero a falta de ella, amparados por la comunidad internacional. Quizás en su calidad de ciudadanos europeos, si al negociar la independencia se concede a los habitantes de esos territorios la facultad de optar entre la nacionalidad vieja y la nueva; quizás, si esa opción se les niega, como miembros de una minoría, invocando en su favor los derechos que les reconoce la Convención Europea de los Derechos Humanos. Su situación no será peor que la presente; tal vez mejor. Tampoco serán muy distintos, por desgracia, los motivos de división y encono. Navarra y tal vez Alava, las aguas del Ebro y todos los problemas que comporta la separación de lo que durante tanto tiempo estuvo unido ofrecerán material abundante para mantener viva la tensión. En definitiva, no se habrá ganado nada y todos habrán perdido algo.
Se dirá que todo esto es pura fantasía, que es imposible adivinar el futuro y que, además, el que aquí se describe da por su puesta la eficacia separadora de unas voluntades que son, hoy por hoy, minoritarias. En lo que a este último punto toca, se ha de hacer alguna reserva. Es posible que sean voluntades minoritarias, pero la eficacia histórica de una voluntad colectiva no es función sólo de factores cuantitativos, sino también cualitativos. No sólo del número de quienes la comparten, sino también, y sobre todo, de la pasión que en ella ponen y del vigor con el que la argumentan. Desde este punto de vista, la voluntad dé independencia, tanto si se expresa abiertamente como si lo hace sólo mediante hechos, con la reiteración de agravios y la continua renovación de aspiraciones insatisfechas, parece hoy bastante más fuerte que la voluntad de unidad.
En lo que respecta al discurso sobre el futuro, se ha de conceder, desde luego, que, dado el estado actual de las ciencias sociales, es imposible la adivinación. No más imposible, sin embargo, que la recreación del pasado y quizás un punto más honesta. Como ha explicado hace pocos días el profesor Murillo Ferrol en un brillante discurso académico, el pasado es inevitablemente objeto de manipulación. En este texto puede encontrar el curioso lector muchos ejemplos de manipulación y las razones de su inevitabilidad, que, en cierto sentido, y que el autor me perdone la simplificación, viene simplemente del hecho de que siempre construimos el pasado desde el presente. Pero quizás, y de nuevo perdón por la osadía, esta afirmación no sea del todo exacta: realmente construimos el pasado, como el presente, no desde éste, sino desde el futuro. No en razón de lo que somos, sino de lo que queremos ser. Nuestra vida, individual o colectiva, está orientada hacia el futuro, es proyecto o esperanza; sin aquél o ésta, el individuo deja realmente de vivir para quedar a la espera de la muerte, y las sociedades se reducen a puro material etnográfico. El proyecto puede consistir en cambiar la realidad existente o simplemente en conservarla, ser utopía o ideología; pero, en cualquier caso, es el punto de vista desde el que reconstruimos el pasado para sostener la inevitabilidad del porvenir que queremos. Todo es narrativa, pero frente a la invención del pasado, la adivinación del futuro tiene la ventaja considerable de ir en el mismo sentido que la flecha del tiempo, opera con datos del presente y ofrece la posibilidad de discutir la verosimilitud de las relaciones causales y la conveniencia de la situación a la que se quiere llegar.
Y es este esfuerzo por adivinar el futuro la carencia más grave de nuestro presente. En lo que toca al futuro de España, hay dos proyectos en presencia: el de quienes quisieran mantenerla unida y el de quienes querrían separar de ella a su propia nación. Los dos son, aunque en distinta medida, proyectos utópicos, pues el mantenimiento de la unidad exige el cambio radical de las categorías y de la visión del pasado sobre el que hasta ahora se ha intentado conseguir ésta. Pero los dos son también, aunque en muy distinta medida, proyectos nebulosos. En un caso, porque su definición se elude, argumentando no desde la realidad nueva que se quiere, sino desde la legitimidad de esa aspiración, que se basa en el derecho a la autodeterminación, en la reinterpretación del texto constitucional de los derechos históricos o en la indefinida apertura de la Constitución misma. En el otro, porque se ha abandonado el intento de elaborar conceptualmente el modelo que la Constitución esboza apenas, aunque se haya avanzado mucho en su realización práctica. La distinción entre nación y nacionalidades fue pronto olvidada, para sustituirla por la idea de nación de naciones, que ya hoy es inaceptable para quienes sólo aceptan hablar de Estado plurinacional; de la noción de patria común ya nadie se acuerda. Y el único modo de salir de la confusión es quizás el de esforzamos por adivinar el futuro. Quienes creemos que la desmembración del viejo Estado no vale la pena, que, dejando de lado la herida a los sentimientos de muchos españoles de hoy, traerá a los del futuro muchos inconvenientes y pocas ventajas, deberíamos esforzamos en imaginar el futuro real de España dentro de la Constitución. Los que piensan lo contrario, explicitar en detalle su visión del futuro, la solución que proponen para los problemas que la puesta en práctica de su proyecto suscita. Así se situaría la contienda en donde realmente está, en el futuro, y tal vez se lograra la construcción de una utopía común desde la que se pudiera hacer una nueva narración de nuestro pasado. Darle a Lara y a sus coetáneos en Barcelona o Bilbao la misma versión de la historia de España.
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