Andar
"La solución está en andar", me dijo el médico, "camine usted una hora diaria y vuelva al mes que viene". "De acuerdo, pero a dónde voy". "No hace falta que vaya a ningún sitio, hombre de Dios, dé vueltas al barrio o cómprese un pasillo eléctrico para regular la velocidad a su gusto". Los primeros días fui al parque y vi, en efecto, a mucha gente yendo con frenesí de un lado a otro sin quedarse en ninguno. Daba la impresión de que acabaran de estrenar las piernas y pretendieran recuperar el tiempo o los kilómetros perdidos. Algunos corrían para llegar antes a donde no iban, pensé, o quizá porque habían permanecido sentados más tiempo que los otros y el médico les había puesto una penitencia mayor.Yo me movía entre ellos observando el reloj para fingir que era una persona ocupada. Pero no engañaba a nadie. ¿A dónde va a ir uno a las nueve de la mañana, en chándal, y parque a través? A las dos semanas, viendo que no me hacían caso, dejé de disimular y empecé a pasar inadvertido. A la tercera, me coloqué unos auriculares en los oídos ocultando los extremos libres bajo la sudadera, para que no se notara la ausencia del casete. Lo aprendí de un jubilado al que un día se le cayeron los cascos delante de mí y me hizo un guiño cómplice, como si se tratara de un truco habitual. A la cuarta, había perdido dos kilos, y con ellos, la fe en la lógica.
Así que me compré un pasillo eléctrico y cada mañana andaba 10 kilómetros con los ojos cerrados sin salir del cuarto de estar. Entonces comencé a llegar sin proponérmelo a una biblioteca irreal con vidrieras góticas y funcionarias encuadernadas en piel, que me llamaban por mi nombre. Mi familia ha escondido el pasillo para que deje de ir. Pero no me importa, porque me he hecho con una bicicleta estática y llego antes. Lo que me cuesta es volver.
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