_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Dónde acaba Europa?

La incertidumbre es tal que no resulta fácil dar un contenido preciso a esa entidad extraña que llamamos Europa. Con alguna claridad, es sólo un concepto geográfico; y aun así, muy discutible, pues si Rusia es Europa -cuestión que, si queremos un futuro para este continente, es de la mayor urgencia aclarar- ¿hemos de cortarla en los Urales? Geográficamente, Europa no es más que un apéndice de Asia. La frontera oriental -los montes Urales y el curso del río Ural hasta el mar Caspio- no deja de ser una convención bastante tardía, sin base geográfica alguna. De ahí que para responder a la pregunta de dónde acaba Europa sea menester recurrir a una historia común, que no sólo a los europeos nos parece harto peculiar. Europa hace referencia a una realidad histórico-cultural con caracteres propios.Desde este enfoque, la primera cuestión que se plantea consiste en fijar los límites temporales y señalar desde cuándo podemos hablar de Europa como una realidad histórica con entidad propia, lo que implica adentrarse en la cuestión de los orígenes, tan crucial a la vez que tan resbaladiza. ¿Desde cuándo existe esa realidad histórico-cultural que llamamos Europa? La cuestión incide tan directamente sobre la identidad de los europeos -sólo conociendo el origen sabremos quiénes somos- que se comprende que haya sido especialmente polémica. Hemos vinculado el origen de Europa a la antigüedad clásica, a la expansión del cristianismo, a las distintas modernidades, desde la carolingia a la ilustrada, pasando por la renacentista, pero sea cual fuere nuestra definición, geográfica o cultural, de Europa, es difícil encajar en ella a Turquía.

En diciembre del año pasado, la ministra turca de Asuntos Exteriores amenazó con bloquear la ampliación de la OTAN si la Unión Europea no aceptaba a Turquía en la lista de candidatos que han de entrar próximamente en la Unión. A finales de enero, en un encuentro en Roma con cinco ministros comunitarios de Asuntos Exteriores, la ministra turca insistió en que Turquía debería ser tratada "por lo menos igual que los antiguos enemigos del Pacto de Varsovia". A comienzos de marzo, los líderes de los partidos que forman el Partido Popular Europeo, reunidos en Bruselas, manifestaron por boca de su presidente, Wilfried Martens, que la construcción de la Unión Europea es "un proyecto europeo con un contenido cultural" y que, por tanto, "ni ahora ni en el futuro es concebible la integración de Turquía".

Los turcos vieron en esta declaración la mano oculta del canciller alemán y reaccionaron furiosos ante el falso amigo. Se comprende, ya que Turquía había sustentado buena parte de sus esperanzas en el apoyo seguro de un viejo aliado, Alemania, convertido hoy en el principal socio comercial. Para hacer aún más confusa la situación, los Gobiernos británico y francés, a la vez que los partidos socialdemócratas, se distanciaron del comunicado cristianodemócrata, negando que los contenidos religioso-culturales tuvieran alguna significación en la construcción de Europa, reducida a un proyecto económico, político y social, abierto a todas las culturas: no en vano, Europa se caracterizaría precisamente por su variedad cultural. El 16 de marzo, los ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea, reunidos en Apeldoorn, ratificaron el derecho de Turquía a entrar en la Unión, con las mismas condiciones y exigencias que los demás candidatos. Quedaba claro que para los Gobiernos europeos, Europa no es una realidad geográfica, con fronteras definidas, ni tampoco una realidad histórico-cultural, con contenidos precisos.

Esta indefinición de Europa, que a muchos les parece la única forma de construirla, se revela también en la base sobre la que se levanta una fuerte dosis de hipocresía que lleva a negar valores esenciales, si con ello se benefician sus economías. En este contexto hay que interpretar la laudatoria que el 19 de octubre pronunció Günter Grass del escritor turco Yasar Kernal, que este año ha recibido el prestigioso Premio de la Paz de los libreros alemanes, en la que expresó, produciendo el correspondiente escándalo, algunas verdades incómodas sobre la situación de los turcos en Alemania, la expulsión de los kurdos a su país de origen o el apoyo militar alemán a una Turquía que no se distingue precisamente por su respeto a los derechos humanos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_