Galdós en el Parlamento de la Restauración
Mucho, y bien, se está escribiendo en estos días con ocasión del centenario de la muerte de don Antonio Cánovas del Castillo acerca del régimen que. el gran estadista estableciera bajo la Constitución de 1876, cuya vigencia ocupa cerca de medio siglo en la historia contemporánea de España. Y es bueno que tal efeméride induzca a reflexionar sobre un periodo de nuestro pasado que, más o menos razonablemente, pretenden algunos relacionar ahora con circunstancias actuales. Descontada la validez de cualquier asimilación, bien venidas sean reflexiones tales. De su conjunto, saco yo la impresión de que, a la fecha de hoy, se está juzgando al régimen organizado por Cánovas, no tanto como el sensato proyecto nacional que en su ánimo concibiera su inspirador, ni en consideración al proceso histórico desarrollado bajo las instituciones por él diseñadas o al efecto que ese largo proceso tuvo sobre la sociedad española, como por la imagen negativa que a la hora de su crisis, cuando parecía inminente e inevitable su reforma, formaron de él quienes propugnaban dicha reforma, que el golpe de Estado de 1923 vendría a impedir en definitiva. La campaña de descrédito que precedió a su caída puede ser vista -así la veo yo- como la demanda por parte del cuerpo social de una democracia auténtica, prueba palmaria de que la nación española había alcanzado ya, bajo ese régimen, el punto de madurez indispensable para vivirla.Este interés actual -y ocasional- por la Restauración está dando lugar a diversos estudios, excelentes varios de ellos, que prestan atención bastante a aspectos como el juego político institucional según fue practicado a lo largo de tan dilatado periodo, y menos atención al desarrollo que bajo ese régimen hubo de experimentar la sociedad española. Es natural que políticos, historiadores y juristas concentren sus análisis sobre los temas de sus respectivas especialidades; pero yo, en cuanto sociólogo retirado, echo de menos una descripción precisa, objetiva y pormenorizada -por desgracia, no estoy en condiciones de intentarla yo mismo- de las relaciones efectivas de poder en el seno de aquella España rural (que básicamente lo era por entonces la Península), del paulatino crecimiento en ella del medio urbano con detrimento del rústico, y de la transformación de las estructuras económicas básicas según diferentes sectores y regiones del país durante el casi medio siglo que éste vivió bajo un simulacro de democracia, pero en un verdadero clima de libertades públicas.
Conviene apuntar que el entonces tan denostado caciquismo no fue en modo alguno peculiaridad española; existió al mismo tiempo en otros países, en la Italia meridional, en la propia Francia (quiero recordar una novela de Alphonse Daudet que lo pinta muy gráficamente); y que ese fenómeno constituía el modo de engarce que insertaba una realidad social arcaica en el cuadro de unas instituciones políticas nacionales de corte liberal moderno, sobrepuestas a ella para servir de molde y de continente a una democracia in fieri. Me parece errónea, aunque sea muy frecuente, la creencia de que desde la altura de esas instituciones gubernamentales se impedía y suplantaba entonces la libre expresión de la voluntad popular; pues, más bien al contrario, lo que se hacía era suplir su inexistencia. El funcionamiento de una democracia efectiva dependía de la modernización de las estructuras sociales básicas; y quiero recordar a este respecto una significativa anécdota: todavía, corridos los años y ya proclamada la República, sus Cortes constituyentes, de las que fui funcionario, empeñadas en mantener a ultranza la pureza del sufragio, anularon las actas "sucias" de algunos distritos, obligando a repetir en ellos las elecciones respectivas, que en más de un caso arrojaron de nuevo, contumaz y repetidamente, el mismo resultado, con lo cual se encontró la Cámara ante la alternativa de castigar al distrito dejándolo sin representación parlamentaria o bien aceptar por lo pronto ese resultado amañado y fraudulento, por considerarlo expresivo de su añeja y arraigada realidad política.
Para mí, Cánovas del Castillo fue un gran político dotado de clara visión de futuro, hombre realista y escéptico, todo lo opuesto a los apasionados ideólogos de diversa vitola que durante el siglo XIX habían protagonizado antes que él la historia de España; y pienso que su proyecto político, habiendo cumplido su original designio, condujo finalmente el país hasta ese punto de madurez que, paradójicamente, daría lugar por último a la crisis del propio sistema. Las críticas implacables contra ese régimen y la urgente demanda de su reforma, expresada en el clamor popular que con vehemencia exigía ciertas responsabilidades -en concreto, por el desastre de Annual-, fue todo un movimiento nacional en el que hube de participar como joven estudiante, movimiento frustrado por el golpe militar que vino a cerrar el Parlamento donde, a base del escamoteado "expediente Picasso", iban a haberse discutido tales responsabilidades.
En uno de mis artículos anteriores apuntaba yo días atrás que la crítica virulenta contra el régimen canovista -anquilosado ya en Inveteradas corruptelas- fue llevada adelante precisamente por sus propias criaturas, gente formada en su seno y deseosa de reformarlo para ponerlo de acuerdo con la nueva realidad nacional; y al señalar esto, dejaba yo caer al paso una alusión a la antigua presencia de Galdós como diputado cunero en el Parlamento de aquel régimen. Pues, en efecto, el año de 1886, don Benito había aceptado del ministerio el regalo de un acta de diputado para 'representar' en las Cortes cierto distrito de la isla de Puerto Rico, donde él nunca había estado y donde nunca jamás pondría los pies. Pasados 20 años, en 1907, ese mismo don Benito quiso volver, sin embargo, al Parlamento encabezando ahora una candidatura republicano-socialista por Madrid. ¿Qué tanto había cambiado en el talante de hombre tan eminente y cabal?; o mejor, ¿qué era lo que tan a fondo había cambiado en España durante ese lapso de 20 años? Creo que el simple dato deja por sí solo mucho que pensar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.