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Reportaje:PLAZA MENORSAN LORENZO DE EL ESCORIAL

El otoño le sienta bien al Guadarrama

La lluvia lava más gris las piedras de San Lorenzo y bruñe la severa y colosal parrilla del monasterio que domina desde el llano el plomizo caserío de la orgullosa villa construida en su entorno, escalonada en la ladera de Abantos, piedra y pizarra perdiéndose entre el verdor de la montaña, bajo los pinos que trepan a lo alto.El otoño le sienta bien a San Lorenzo, desmintiendo la vocación canicular del santo patrón de una villa que no puede olvidar que un día fue algo más que corte, piedra de cabecera del imperio del prudente y doliente Felipe II, que levantó sobre la requemada escoria su túmulo imperecedero, bastión imperturbable firmemente anclado en el corazón azul del Guadarrama.

Los gurriatos, que así les llaman en la comarca a los nativos de San Lorenzo, tienen fama, no del todo inmerecida, de estirados y señoritos entre sus vecinos. Algo se les ha pegado tras una convivencia de siglos con cortesanos imperiales, dignidades eclesiásticas, aristócratas residentes a tiempo parcial y veraneantes burgueses que compitieron por dejar su impronta en las colonias de hoteles que circundan el viejo casco de la villa encastillada que traza a su alrededor una muralla invisible de orgullo.

Las vías muertas de un tranvía perdido surcan aún algunas calles de las colonias de la zona alta entre muros de piedra y vegetación que ocultan caprichosos edificios, residencias veraniegas, unas cerradas a cal y canto durante el invierno, abandonadas otras, a punto de caer bajo la piqueta para multiplicarse en adosados o bloques de apartamentos. La fiebre inmobiliaria destruyó hace unos años Villa Consolación, la villa de vacaciones de los hermanos Álvarez Quintero, con sus vírgenes de azulejo, casa y jardín trasplantados de su Andalucía particular de tópico y gracejo Aquí manaba la plácida fuente y reinaba "el jardinero que regaba con esmero su jardín", y las ardillas corrían arriba y abajo de dos enormes pinsapos bautizados como Serafín y Joaquín. La destrucción de este entorno, vivida y sentida de cerca por el cronista, fue uno más entre los muchos ejemplos crueles que se ocultan bajo los árboles y los setos del anillo verde que rodea la villa de San Lorenzo.

El casco antiguo conserva su caserío histórico, severos y sencillos edificios dieciochescos protegidos bajo el aura monástica, mejor preservados cuanto más cerca del monasterio. La calle de Floridablanca, separada por un biombo de casas del solemne monumento, sirve de animado aliviadero para la vida social, que hoy es turística y políglota. Tras los ventanales de la cafetería del hotel Miranda-Suizo, un clásico de la hostelería escurialense, los turistas foráneos de indumentaria descuidada y greñas inmisericordes han sustituido a la provecta y atildada clientela veraniega y autóctona que emigra con los primeros fríos de septiembre, cuando la villa celebra sus fiestas y romerías para despedir a la colonia veraneante con devoción y protocolo. Los más viejos del lugar observan con tristeza cómo el protocolo se pierde y la burda tracción mecánica sustituye a la animal en el tiro de los tronos y las carrozas procesionales.

San Lorenzo es villa turística y monumental, en detrimento de su cabaña ganadera, que se consume en gastronómicas hecatombes, carnes rojas de la sierra sobre las parrillas humeantes que ofrecen generosos holocaustos en un rosario de mesones, restaurantes y tabernas, un vía crucis alegre y profano con algunos hitos memorables. La cultura profana tiene su templo principal en el Real Coliseo de Carlos III, recuperado en todo su primor de bombonera cortesana y gentil. Lo urbano se impone a lo rural en el cogollo central de San Lorenzo. Las hojas caídas alfombran de bronce la calle de Floridablanca y la plaza Mayor, empequeñecida, inevitablemente acomplejada por las agujas de las torres del monasterio omnipresente.

Viajeros de otras latitudes asaltan, por ejemplo, los vetustos comedores de la antigua posada de las Ánimas, un caserón intacto transformado en restaurante que conserva su traza de siglos y ofrece en su carta vestigios de pasadas épocas, como las sopas de boda y los postres tradicionales. En la fachada de una taberna hay una lápida que recuerda el hermanamiento entre San Lorenzo de El Escorial y la localidad francesa de San Quintín. El monasterio fue edificado para conmemorar el triunfo de las armas españolas en la batalla del mismo nombre, pero los siglos han borrado los enfrentamientos y acercado los pueblos.

Antes o después de perderse en los sagrados y herméticos laberintos del monasterio, los turistas se desperdigan por las calles de la villa, impregnadas por el ancestral aroma de la leña quemada de los hornos y los dulzones efluvios de las confiterías, un gremio que cuenta aquí con dignos representantes y especialidades de fuste, como los suspiros. La austeridad impenitente del rey Felipe, desmentida a cada paso por los placeres sencillos de la comida y la bebida.

Dentro del recinto monacal se refugia un colegio interno e la orden agustiniana fundado por Alfonso XII, y en el verano, en el hotel del mismo nombre, escondido entre las breñas del monte, abre sus aulas la Universidad de Verano. Como en los viejos tiempos, acuden a El Escorial embajadores, sabios y dignatarios de lejanos países que presentan sus credenciales en las aulas pobladas por una multitud de alumnos expectantes. En verano, los jardines de algunas villas se transforman en discotecas al aire libre que perturban el descanso nocturno de los residentes, pero acogen el ocio y las ganas de vivir de los pobladores más jóvenes y sus huéspedes.

Los jóvenes nativos siguen la tradición de sus mayores dedicándose al oficio de la hostelería. En invierno, la vida nocturna se recoge en pequeños pubs. La historia continúa, los gurriatos afrontan su secular destino de servir, sin perder su orgullosa condición, a sus visitantes, llenando sus estómagos a la par que sus retinas, ahítas de las maravillas, a veces inquietantes, que guarda el hermético recinto escurialense.

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