La última trinchera
Antonio García Hidalgo, antiguo guarda del cementerio civil, ha vivido entre sus muros un cuarto de siglo
La inauguración del cementerio civil de Madrid el 9 de septiembre de 1884 tuvo dos protagonistas. Uno oficial, Alfonso XII, que presidió la inauguración guiando personal y airosamente un faetón, según contaba el diario La Patria; el otro, anónimo: Maravilla Leal González, una veinteañera suicida cuyo cuerpo esperaba desde la tarde anterior, por orden del juez, a que el acto oficial le permitiera reposar para siempre. Desde entonces, la necrópolis civil ha sido la última trinchera de la disidencia social, política y religiosa del país. Comunistas, socialistas, protestantes, judíos, agnósticos, masones, librepensadores y suicidas comparten los 27.000 metros de tierra en la que yacen, junto a uno de los grandes camposantos de la capital, la Almudena.Los aires anticlericales de mediados del siglo pasado propiciaron su construcción para dignificar lo que hasta entonces habían sido lugares malditos: los corrales o corralillos, donde se inhumaban a suicidas y no creyentes en absoluto abandono. Aunque el Ayuntamiento de la capital se resistía, tras dos órdenes del Ministerio de la Gobernación, lo proyectó en marzo de 1882 y dos años más tarde lo inauguró el rey.
En 1932, la República equiparó estos cementerios a los confesionales y obligó por ley a derribar los muros de separación entre ambos para, seis años más tarde, por orden de Franco, rehacer lo derribado.
Si los muertos hablaran, los que reposan en el cementerio civil podrían contar una parte fundamental de la historia española de los dos últimos siglos, pero pon Antonio García Hidalgo, su cuidador durante más de 30 años, cobran vida quienes la perdieron hace tiempo. Funcionario municipal desde 1949, su matrimonio con la hija del guarda del civil le permitió heredar el cargo y vivir durante 25 años dentro de sus muros. Aunque ya está jubilado, hace pocos años compró un piso muy cerca y acude a diario para limpiar lápidas y cuidar las flores de casi 300 tumbas. "Ésta es mi segunda casa", dice. Su memoria sabe de historias de amor, soledad, lucha y olvido que no están escritas en los libros.
Soledad de los suicidas, acogidos aquí tras ser rechazados por los otros camposantos. Amor como el de un editor y su esposa hebrea; ella renunció a compartir la tierra con sus compañeros de fe para reposar junto a su marido. "En el cementerio judío sólo puede haber una persona por tumba y quería estar siempre con él".
Las tallas y los epitafios dan buena cuenta de la disidencia política. Aquí conviven en paz antagonistas ideológicos a los que une su resistencia al régimen que les tocó vivir. El monumento a los librepensadores recibe a la entrada al visitante. Es la tumba del joven Antonio Rodríguez y García Vao, poeta, escritor que "batalló por la libertad del pensamiento y cayó bajo acero homicida", monolito erigido por suscripción popular en 1892. A su lado, los panteones de los presidentes republicanos Nicolás Salmerón, Pi i Margall y Estanislao Figueras; en frente, la tumba de Pasionaria se codea con la de Pablo Iglesias, el fundador del PSOE.
Más desperdigados, Julián Besteiro, Largo Caballero, Jaime Vera o Julián Grimau, quien marcó un hito en la historia reciente de este cementerio. "En los Casi 50 años que llevo por aquí, sólo se ha cerrado dos días, y uno fue con motivo del entierro de Grimau", recuerda el celador. En abril de 1963, y ante la tensión social provocada por la muerte de este comunista, se cerraron las puertas y la inhumación se llevó a cabo en soledad.
"Yo apenas salí de mi vivienda. Sólo se oía pasar a la policía a caballo", declara Antonio, que asegura que han escaseado los incidentes. "Hubo mucho jaleo cuando trajeron los restos de Largo Caballero del exilio. Cayó en sábado y vino Felipe González. Vino mucha gente".
Pero Antonio sabe, sobre todo, de olvido.. "Hay un matrimonio que viene todos los días a visitar la tumba de su hijo, un socialista que falleció hace siete años. Son los únicos que vienen a diario". Lo normal es que el recuerdo se diluya y deje paso al abandono, incluso para Pablo Iglesias. "Su tumba antes rebosaba de flores, ahora apenas tiene cuatro ". El pasado lunes, su lápida lucía un solitario clavel rojo, como en la de Dolores Ibárruri, Besteiro y Largo Caballero, tributo de algún visitante anónimo que "hace el recorrido dejando flores por las tumbas más conocidas".
Pero lo frecuente es espaciar las visitas y al final dejar hacer a la naturaleza, que a veces es amable y, como en la tumba de Pío Baroja, no regala hierbajos, sino que despliega hiedras que dejan visibles las últimas cuatro letras de su apellido.
Este cementerio no impone, quizá por la ausencia de la imaginería típica de los otros camposantos. Ángeles y vírgenes han dado paso a hoces y martillos, manos entrelazadas y alguna cruz e inscripción bíblica en las lápidas de los cristianos no católicos. Aquí está enterrado el primer obispo de la Iglesia española reformada. "Ángeles hay alguno, pero vírgenes, no; los protestantes no creen en su misterio", explica Antonio. Algo que va cambiando: desde 1975 se permite el entierro de católicos y en la zona de las nuevas inhumaciones hay tallas religiosas.
Otra cosa ha cambiado también: las visitas. "Cada año viene menos gente, y eso que, si antes enterraban 20 personas al año, ahora son 15 al mes. Sólo el Día de los Santos se ve más movimiento. El resto del año, aquí se descansa en paz".
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