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42º FESTIVAL DE VALLADOLID

Gutiérrez Aragón crea un prodigio de estilo en su maravilla 'Cosas que dejé en La Habana'

Contrasta un 'chute' francés de droga dura con un delicado pastel mexicano

La tierna e ingeniosa Por si no te vuelvo a ver, del mexicano Juan Pablo Villaseñor; y el bronco chute francés de droga dura Clubbed to death, de Yolande Zauberman, precedieron ayer al estreno de Cosas que dejé en La Habana, hermosa película dirigida por Manuel Gutiérrez Aragón, en la que elabora un gran estilo y recupera aquel momento de estado de gracia que, en 1982, le condujo a Demonios en el jardín y poco antes a Maravillas. Ahora, en su recorrido por la Pequeña Cuba madrileña, siguiendo los pasos de tres jóvenes actrices cubanas, multiplica por tres aquellas maravillas.

Merece la pena, porque es útil para adentrarse en las dificultades que presenta sostener un relato como Cosas que dejé en La Habana, recordar una formidable imagen de Demonios en el jardín, aquélla donde la película arranca y en la que la gran madre campesina Margarita Lozano alza sus faldones, se agacha sobre un barbecho, suelta sobre la tierra una enorme meada y ésta se hace primero manantial, luego arroyo, luego río y luego inundación. Sin altisonancia alguna, con sencillez y verismo casi documental, Manuel Gutiérrez Aragón desencadena en esta pequeña imagen cotidiana una dinámica de proporciones épicas o, si nos ponemos solemnes, cósmicas.No hay en el hermoso recorrido por los vericuetos de la Pequeña Cuba madrileña que vertebra a Cosas que dejé en La Habana una gran matriarca que suelte su meada-riada sobre el asfalto del Madrid habanero, ni nada parecido a una réplica de aquella inundación. Pero en cambio sí hay, en el itinerario de tres muchachas cubanas por la cartografía de su destierro español, aquella resonancia épica o aquella dinámica colectiva. Llegan y viven en Madrid, pero arrastran consigo la condición de rostros vivientes de otra ciudad y de otro pueblo, lo que multiplica -hasta hacerlas multitudinarias, hasta hacerlas riada- las resonancias de sus actos, por mínimos que sean.

Poeta irónico

Y es que estas tres muchachas, además de construir por sí mismas tres personajes vivos y creíbles, están sumergidas en un mundo igualmente vivo y creíble, cerrado sobre sí mismo y atrapado por la cámara de Gutiérrez Aragón de forma tan elegante y certera que más que verse, se vive. Gutiérrez Aragón es un gran manejador de la pincelada transparente y un consumado poeta irónico, dueño de los misterios de lo indirecto, lo que le permite representar a través de una conducta o un estado de ánimo individual, con un simple toque, la interioridad de una multitud. Es decir, aquella aludida meada que se hace fuente y luego arroyo y luego río y luego inundación.Hace unos días vimos aquí Career girls, una preciosa comedia escrita y dirigida por Mike Leigh. Es este otro gran manejador de la pincelada transparente y tiene la peculiaridad de que le bastan dos o tres de estas pinceladas para abrimos de par en par, en pocos minutos, las puertas del conocimiento de sus personajes. Gutiérrez Aragón, en cambio, no es (ni lo busca: todo lo contrario) tan veloz como su colega británico. Es mucho más paciente y elabora con primor una cadencia cautelosa para desvelar con serenidad y sin compulsión sus personajes o, en rigor, los personajes de Senel Paz, cuya gran escritura vuelve la mirada a su mundo, al de Fresa y chocolate.

A su don de la ironía y la transparencia, añade por ello Gutiérrez Aragón el de la gradualidad, de modo que la progresiva y minuciosa apertura de cada personaje se hace paso a paso, en goteo, con tacto e incluso con un exquisito olfato para hacer subir el relato mediante el relevo de personajes. Y son efectivamente los relevos en la boca de la escena de las tres muchachas cubanas, apoyadas en las magníficas réplicas de Jorge Perugorría -se recupera a sí mismo después de desviaciones erráticas en su carrera española-, Daisy Granados, Charo Soriano, Kiti Manver y el coro de perfectos brochazos con que la película fulmina a sus personajes -gentuza españoles, los que marcan el sutil y fastuoso ritmo interior del relato y mantienen tensas y siempre hacia arriba las líneas de interés, de captura y de intriga. Y esto dice que en Cosas que dejé en La Habana, además de intérpretes hay auténtica dirección de intérpretes. Violeta Rodríguez (la hermana pequeña) sostiene en elevación constante, de principio a fin de la película, su personaje; Broselianda Hernández (la mayor) hace destapar el suyo en dos quiebros magistrales en la zona de desenlace, e Isabel Santos (la mediana) mantiene agazapada la fortísima identidad del suyo, para hacerla brotar de pronto hacia la mitad de la película, en su soberbia escena frente al muchacho marica, mediante un golpe apabullante de talento.

Tres seres totalmente vivos, convertidos gradualmente, mediante mágicos relevos, en metáforas de una riada humana dolorida y auténtica, que está ahí y hierve de vida. ¿Puede pedirse más?

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