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China: ¿otro modelo de transitar?

Corría el verano de 1975. Vivía todavía el papaíto Mao. El Gran Timonel. El padre de una revolución en un inmenso país fuertemente agrícola que, por ello, contradecía por segunda vez la profecía del marxismo ortodoxo. Sin industria y sin conciencia de clase, Mao y su revolución habían logrado el paso de una sociedad de miseria a otra de pobreza. Eso sí: todos igualmente pobres. Gran diferencia con la experiencia rusa.Ku Yochang y Chen Minchang (en mi diario figuran todavía sus nombres) habían sido durante el largo mes nuestros permanentes guías en el viaje posiblemente más sugestivo para un estudioso de la política. Un grupo de intelectuales y profesionales españoles teníamos la suerte de recorrer ciudades, fábricas, escuelas, universidades, escuelas de líderes políticos, comunas, palacios de recreo. Nada de mero turismo. Ni un ápice de descanso al más perfecto viaje encaminado a conocer el sistema y la ideología del gran imperio. Al final, los dos citados ciudadanos chinos de los que no logré saber nunca más, nos despedían en la frontera con Hong Kong diciéndonos que pasábamos "a otro mundo". Sin duda, lo era entonces, antes de la reciente recuperación. De la común pobreza, a la irritante ostentación de una desigual riqueza.

Han pasado más de veinte años de lo que cuento. En realidad, el proceso comenzó muy pocos años después de la muerte de Mao. En el XII Congreso del Partido Comunista Chino, celebrado en 1984, las cosas ya empezaban a anunciarse de otra forma. Se comenzaban a revisar muchos supuestos. Se liquidaban los principios de la llamada Revolución Cultural. La que, durante un largo mes, nos impidió leer un solo periódico distinto al oficial. Y monopolizar los argumentos de cuantas óperas y obras de teatro nos enseñaron. La monocorde socialización o adoctrinamiento político (que eso nunca ha estado del todo claro entre los científicos de la política) repetía una y mil veces la misma letra. La misma canción. El mismo argumento. La valentía del soldado maoísta que luchaba en el proceso revolucionario frente al invasor yanqui o al imperialista Ejército de Taiwan. El pensamiento Mao que hasta entonces había logrado milagros (el puente sobre el río Yangtsé o que los niños sordomudos del Palacio de los Niños de Sanghai lograran hablar, eso sí, para decir, como primeras palabras: "Viva el presidente Mao") comenzaba a entrar en cuarentena ante el inminente pragmatismo. Lo del gato blanco o gato negro. Se dio la bienvenida a la política de las cuatro contradicciones y al principio de descentralización.

Y es que, por entonces, ya se había producido la visita del presidente Nixon. Y junto a él, como siempre, la entrada de la Coca-Cola. Curiosa relación ésta entre el consumo de hamburguesas y Coca-Cola con el declive de esencias e ideologías. También los españoles de los sesenta y setenta conocimos algo similar. En China entraba la contradicción. Por un lado, los intentos de perpetuar una ideología oficialmente establecida (Marx, Lenin, Stalin, pensamiento Mao) y, a la vez, abrir las puertas a unos tímidos principios de economía competitiva, de consumo, de claro rostro capitalista. Los chinos supieron de frigoríficos, transistores y gafas de sol, `golosinas" ausentes y ansiadas mediados los años setenta. Las multinacionales daban al traste con las comunas populares, gran orgullo del régimen, y el pensamiento del Gran Timonel empezaba a ser revisado.

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Ahora, tas la celebración del XV Congreso del partido, es posible anunciar dos cosas. Primero, que ya no se ocultan los pasos, ni el camino a recorrer. Siguiendo, las reformas del líder de la transición (una especie de Suárez, pero en rojillo) Deng Xiaoping y de la mano del tecnócrata Zemin, se anuncia el tránsito a un "socialismo neoliberal". ¡Qué será eso! En un vertiginoso salto mortal y sin detenerse en el occidental Estado del bienestar, China parece apuntarse a las predominantes tesis del capitalismo competitivo. Con matices, por supuesto. Y no en todos los terrenos. Pero sí en el fondo y en la mayor parte de la economía. No hay que engañarse. Son los primeros pasos. Lo demás no tardará en llegar. Y segundo, la contradicción se hace mucho más evidente. Por uña parte, el mantenimiento de un credo comunista y de un gran partido que lo sostiene. Por otra, la citada economía de mercado. De nuevo acierta la profecía de Aron: en estos países, resulta más fácil que entre el sistema capitalista de mercado que el reconocimiento del pluripartidismo. Libertad o tolerancia en lo económico. Rigidez y ortodoxia en lo político.

Por eso, en este transitar, tardarán en llegar, si es que no hay giros bruscos, las antaño llamadas libertades fórmales. Crecerá la economía, aumentará el consumo y hasta se sembrarán pequeñas o no tan pequeñas acumulaciones de capital. Pero seguirá ausente la libertad de expresión, el derecho a la veraz información, la posibilidad de sindicarse libremente, la facultad de crear y militar en partidos diferentes al oficialmente establecido. Y, sobre todo, por encima de todo, el incremento económico no posibilitará, per se y como por encanto, los dos grandes pilares de la democracia: el derecho a elegir y revocar libremente a los dirigentes y el derecho a la disidencia. La terrible sombra de los muertos de la plaza de Tiananmen estará ahí, como permanente aviso de hasta dónde se puede llegar y hasta dónde, no.

Posiblemente China ensaye uno de los mil modelos para transitar. A la postre, y pese a los muchos trabajos que, a mi entender con escasa utilidad, han querido en la ciencia política moderna formular modelos teóricos de transición, la verdad es que cada país transita, hace el tránsito cuando puede y como puede. España acaso sea el paradigma del ingrediente de milagro que todo tránsito a la democracia comporta. Y acaso la antigua URSS, que también ensayó con Gorbachov algo parecido a lo que ahora pretende China, pase a la historia, junto con Chile, como la más chapucera forma de cambiar regímenes.

Creo que no hay más que una verdad claramente constatada. Desaparecerá la igualdad y comenzaran a existir los desiguales. ¡Ahí es nada! Sin duda el tema tiene historia y es muy posible que los Estados Unidos de América fueran los primeros en relegar a un muy segundo plano el gran mito europeo de la igualdad, en beneficio de la libertad. De otra forma no era posible el camino americano para llegar a gran potencia. Su fórmula económica tenía que cargarse, de entrada, la idea-mito de la sociedad igualitaria. De ésta quedan restos en las pías declaraciones constitucionales de la vieja Europa, pero nada más que como deseos a cumplir en muy concretas parcelas: igualdad ante la ley o igualdad en el acceso a ciertos bienes. Es decir, igualdad recortada, limitada, ceñida ante esto o aquello.

Y en este punto, China no está siendo ya diferente al resto. A lo mejor era lo que faltaba para que, según vaticinara la obra de Alain Peyrefitte, China despertara y el mundo comenzara a temblar. Lo que ocurre es que, pase lo que pase con el tránsito, ya estaremos ante otra China. Quizá sea verdad que el desarrollo económico conlleva, inevitablemente, el desarrollo político, tal como por Occidente se pregona como dogma. 0 quizá todo acabe en una mezcolanza de difícil definición.O quizá el tema sea más profundo y lo expusiera, para China y para fuera de China, con mezcla de desilusión y realismo, la afirmación de Karl Popper: "No puede haber nada mejor que vivir una vida libre, modesta y simple en una sociedad igualitaria. Me costó cierto tiempo reconocer que esto no es más que un bello sueño; que la libertad es más importante que la igualdad; que el intento de realizar la igualdad pone en peligro la libertad, y que, si se pierde la libertad, ni siquiera habrá igualdad entre los no libres". Triste realidad que ahora comenzarán a comprobar los chinos en el camino de su controlada e imprevisible transición.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.

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