La solidez exterior, garantía de estabilidad
El autor sostiene que el actual aumento del comercio exterior de España no supone una restricción al crecimiento interno como ocurrió en el periodo 1985-1994.
Como es bien sabido, la reciente historia económica española está jalonada de episodios en los que el crecimiento económico y la liberalización exterior de nuestra economía han estado condicionados por las restricciones que nuestro sector exterior ha impuesto en forma de crisis periódicas de competitividad, que obligaban a frenar el crecimiento para restaurar los equilibrios básicos de nuestra economía y, por tanto, su competitividad en el exterior. El último de estos episodios fue la devaluación de la peseta de 1993-1994, que vino a corregir el desequilibrio creado a partir de 1989, tras nuestra entrada en el Sistema Monetario Europeo (SME) a un tipo de cambio sobrevalorado y una política fiscal posterior, que se reveló incapaz de reducir sustancialmente el déficit público. La insostenibilidad de aquel modelo de crecimiento se tradujo en sucesivas devaluaciones de la peseta como única forma de situar a nuestra moneda en una posición más realista y más cercana al tipo de cambio de equilibrio.En la actualidad, puede afirmarse que. el tipo de cambio de la peseta responde de una manera mucho más adecuada a la situación de los precios relativos de nuestra economía, de modo que nuestras empresas pueden competir en los mercados internacionales sin verse distorsionadas por un tipo de cambio sobrevalorado o por una inflación más elevada que la de los competidores.
La adopción de una política macroeconómica mucho más rigurosa y una política cambiaria más realista desde el punto de vista de la competitividad están favoreciendo el desarrollo de nuestras exportaciones y el incremento de nuestra cuota de mercado exterior. En este sentido, resulta particularmente relevante la progresiva disminución del diferencial de inflación española respecto al conjunto de los países, desarrollados, en un contexto de contención generalizada de costes que facilitan la actividad exterior.
Todos estos factores permiten apuntar que tras muchos años de desequilibrios, el sector exterior de nuestra economía se encuentra en una fase de plena madurez, en la que la actividad exportadora ha dejado de ser una actividad residual para convertirse en un fin en sí mismo. Esta madurez se observa en varios factores, destacando en primer lugar el elevado dinamismo de nuestras ventas al exterior. Un breve análisis de los datos de nuestra exportación en 1996 muestra cómo nuestras ventas al exterior aumentaron (13,2%) por encima del crecimiento del comercio mundial, lo que supuso que la economía española volvió a incrementar su participación en los mercados internacionales.
Esta ganancia de cuota de mercado es todavía más significativa si consideramos que se ha producido en un contexto de cierto estancamiento en nuestros principales mercados de destino, es decir, en la Unión Europea (UE), lo que ha supuesto que nuestras empresas han tenido que incrementar su presencia en mercados distintos a los europeos tradicionales. De hecho, en 1996, mientras que las exportaciones a la UE crecieron un 11,8%, las ventas a los países no comunitarios aumentaron un 16,9%.
El crecimiento de la exportación durante el primer semestre de este año en un 16% confirma la solidez de nuestro sector exterior y pone de manifiesto que su crecimiento no es fruto de una recuperación pasajera vía exportaciones que, tras pasar el testigo a otros componentes de la demanda, acaban con un empeoramiento del sector exterior y nuevos déficit por cuenta corriente. En todo caso refleja la madurez y buen posicionamiento de nuestro sector exportador, que es capaz de mantener y mejorar algo su posición en los mercados europeos, y, además, de aprovechar la actual estabilidad internacional y la evolución cambiaria del dólar, para mejorar su penetración en mercados tan difíciles como el americano o el asiático.
La internacionalización de la empresa española y el inicio de esta fase de madurez de nuestro sector exterior incide también en nuestra actividad inversora en los mercados internacionales. La economía española no sólo resulta uno de los destinos más atractivos para la inversión directa internacional, como lo muestra el que desde 1989 sólo Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, entre los países desarrollados, han recibido más flujos de inversión directa que España. Por otro lado, cada vez nuestras empresas invierten más en el exterior, siendo líderes y pioneros en determinadas regiones geográficas y en sectores punteros, tal y como ocurre con las inversiones de telecomunicaciones, energéticas y de servicios financieros en Latinoamérica, que es la principal receptora de nuestra inversión en el exterior, como lo muestra el que en 1996 más del 40% tuviera tal destino, sin excluir otras regiones como Asia o la propia Unión Europea.
En la actualidad puede afirmarse que dicha internacionalización se asienta sobre un sector exterior sólido y consolidado que ya no constituye una restricción a nuestro crecimiento como ocurrió en el periodo 1985-1994, cuando sistemáticamente la contribución del sector exterior al crecimiento fue negativa y cuando el déficit por cuenta corriente llegó a situarse por encima del 3% del producto interior bruto (PIB). Desde 1995 la balanza de pagos muestra una balanza por cuenta corriente superavitaria, que ha representado más del 1% de nuestro PIB en los dos últimos años y que a lo largo de 1997 continúa siendo fuertemente positiva. En este contexto, no parece exagerado hablar de un cambio estructural de nuestro sector exterior, que ha dejado de constituir un obstáculo a nuestro crecimiento para consolidarse como motor de crecimiento económico y, a la vez, garantía de estabilidad económica, necesaria para la última fase de la unificación monetaria.
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