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Tribuna
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Muy hombres

Los norteamericanos son muy suyos, pero a la vez, quién lo duda, son cada vez más nuestros. El último fin de semana, casi de súbito, más de medio millón de varones se con centraron en el Mall de Washigton en una exhibición de su conspicua masculinidad. No era un movimiento político revolucionario, como puede suponerse tratándose de Esta dos Unidos. Tampoco era un alzamiento social como podría entenderse en Europa. Era, como suelen ser las cosas populares allí, una confusa y enérgica manifestación de fe. La fe de esa secta de machos titulada "Guardianes de la Promesa" vindica la hegemonía del hombre-hombre y cree, también, entre llantos públicos y confesiones desgarradas, que su género tiene mucho de que arrepentirse para merecer la complacencia de Dios. En grupo, en masa, en multitud, estos nuevos feligreses de clase media se manifiestan arrepentidos de un surtido de pecados carnales y quieren "guardar la promesa" de su futura purificación. En su vida han sido infieles con sus esposas, han consentido pensamientos obscenos, han alentado su concupiscencia con pornografías, perversiones y drogas; han violado o han golpeado a sus mujeres. Este movimiento que apenas tiene siete años ha crecido tanto que en 1996 logró congregar a decenas de miles de adeptos en 22 lugares de Estados Unidos con un total de 1,1 millones de individuos entonando la misma palinodia de su conversión. Las feministas los ven venir como una manada de búfalos dispuestos a arrasar sus trabajosas conquistas de libertad e igualación. Alguna esposa, sin embargo, ha declarado que su marido, recién convertido en "guardián de la promesa", volvió a casa y, tras reconocer sus ignominias, se dispuso a lavarle los pies. Estas cosas, tan raras y beatas, son difíciles de detectar en Europa, más racional, contenida y agnóstica, pero no sería la primera vez que una secta a la americana extendiera sus suicidios a los suizos. El asunto radica no tanto en la particularidad de las extravagancias norteamericanas de estos tiempos como en la creciente eclosión de sucesos de orden emocional, aquí o allí, en los que la población encuentra la confraternidad perdida en aventuras más trascendentes. De hecho, dada por concluida la gran narrativa de la Historia, de sus escombros sólo brotan cuentos o microhistorias grupales; y, desaparecida la fe en la razón de la modernidad, la posmodernidad, recelosa del progreso se condensa en reductos emotivos y cosas del corazón. Estos hombres norteamericanos a la deriva se abrazan en la "fraternidad" -dicen- de su sexo diferencial, tal como los nacionalistas se abrazan en el primitivismo de la etnia, muchas mujeres en el regazo de Lady Di y los hinchas en los oscuros sueños de la tribu.La cultura hoy, encallada en una monocultura del dinero y la simpleza, estimula las inclinaciones más rudimentarias para creer, consolarse o sentirse bien. En un mundo orientado a un desarrollo sin auténtico desarrollo humano empiezan ya a oírse por todas partes los infantiles balbuceos de la especie.

Mientras la tecnología avanza de un confín a otro del planeta en busca de la globalidad económica y el beneficio máximo, los hombres y mujeres del planeta están descubriendo su estatura en niveles mínimos. El producto económico crece y crece mientras el producto humano se atasca o regresa. De hecho, si se tiene por La Razón de nuestro tiempo aquélla que guía el extremo camino mercantil de la humanidad, la sinrazón sería la fuerza para salvarse de su abismo. Unas veces este rechazo se concreta en manifestaciones compulsivas contra la falacia de la política, el abuso o la corrupción, pero otras, desde el laboratorio norteamericano, son ya contra la soledad, el desconcierto, la pérdida de sentido. Desesperadamente, irracionalmente, a la demencial deriva del mundo se enfrenta esta paródica oleada del sollozo, el grito o la exasperación hasta que, a no dudarlo, la revolución llegue algún día.

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