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La justicia, así, en bloque y de una vez, como suele tomarse en comentarios y tertulias, sigue de desazonante actualidad. Ahora reforzada tras el resultado del último "barómetro de opinión" del Consejo General. Precisamente días después de la eclosión del nada edificante conflicto que ha vertido nuevas, indeseables y preocupantes connotaciones personales (sean o no, además, conspiratorias) sobre la actuación del juez que instruye el caso Sogecable; ya antes bastante problemático.El "barómetro" produce alguna perplejidad. Sobre todo si la parte de sus conclusiones según la cual un 51% de los españoles considera "negativa y alarmante la imagen de la justicia comparada con la de otras instituciones, se relaciona con la que afirma que el 83% de los usuarios se siente bien o muy bien tratado. A pesar de que una gran parte, tal vez en tomo a la mitad de los mismos, en buena lógica, debió obtener una sentencia desfavorable.

Si la encuesta se ha realizado con rigor y los encuestados han sido sinceros, lo que no dudo, el (aparente) antagonismo de ambas magnitudes porcentuales autoriza a pensar que una y otra recaen sobre objetos diversos. Que las representaciones de los dos sectores de aquéllos, que en apariencia remitirían a la misma realidad: la justicia, tienen distintos referentes, se mueven en perspectivas y están mediadas por formas muy diversas de aproximación al fenómeno en cada uno de los supuestos.

Diría que lo que se refleja en el primer caso es la imagen de la justicia fruto de un complejo proceso colectivo de elaboración de ciertos datos sobresalientes y que tiene a algunos sujetos públicos, y en particular a los media, como principal vehículo. Lo que obliga a preguntarse por la calidad de la información que genera ese sector de la actividad estatal que es el judicial. En el segundo prevalecen microimpresiones hechas de experiencia esencialmente directa. Por lo que, podría decirse, allí la opinión versa, preferentemente, sobre el "poder judicial", y aquí lo hace más bien sobre la administración de justicia".

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Si esto es así, unos y otros encuestados pueden tener razón. La tienen, desde luego, quienes transmiten su alarma, pues la imagen percibida, y más en una apreciación intuitiva y no particularmente analítica y crítica, ha de ser inquietante: un número relevante de causas relativas, en los casos más significativos, a hechos criminales de extraordinario relieve, producidos en escenarios institucionales, hoy en el centro de claras estrategias de desestabilización procesal y política. Además, atípicamente hiperconcentradas en un reducidísimo número de órganos judiciales y, en los dos supuestos más caracterizados, sobrevoladas por aún más atípicas y preocupantes vicisitudes, personales y del entorno de sus titulares, ellos mismos ahora objeto de proceso.

Ocurre, sin embargo, que del análisis de los antecedentes de tal estado de cosas pueden derivarse consecuencias clarificadoras, sobre todo en una perspectiva de prevención y reconstrucción. En esta línea debe decirse que en el principio de esta situación están los delitos: determinada categoría de conductas que, por su endiablada complejidad y opacidad y por el poder formal y fáctico de sus posibles autores, desencadenan tal cúmulo de tensiones y tan intensas que no hay marco jurisdiccional que las resista fácilmente. Y más cuando ese marco -no por casualidad, estructuralmente débil y, por ello, muy sensible a las pulsiones del ambiente- termina por ser el espacio al que se desplaza buena parte del conflicto político no resuelto a tiempo en las sedes que correspondería.

El segundo momento de los resultados del "barómetro" a que he aludido sé mueve, creo, en otra dimensión. Y, con sinceridad, diré que su estimación puede pecar de optimista, porque, aunque el funcionariado judicial en su conjunto tratase así de bien a justiciables y demandantes de justicia, no dejaría de existir un objetivo maltrato institucional, derivado muchas veces de la demoledora relación de los inputs y los outputs y, siempre, de las bien conocidas disfunciones y rutinas burocráticas y de los hábitos que conocidamente generan.

Pues bien, si en la percepción de la justicia cabe distinguir planos, ese mismo criterio de discernimiento tendría que estar presente en cualquier esfuerzo para salir de la crisis. Primero habría que liberarse de cierto sentido escatológico de las causas, que son bien históricas y van ligadas a una concepción político-instrumental de la jurisdicción, constitucionalmente superada, pero muy viva en la práctica y ni siquiera ausente de la cultura de los propios jueces. Por hablar sólo de causas próximas, esta concepción tiene claro reflejo en el más que cuestionable sesgo del tratamiento legislativo del Consejo General del Poder Judicial, con el penoso resultado que se conoce; y en el notorio abandono durante lustros de cuestiones centrales de la jurisdicción, como son la formación inicial de los jueces (que apenas ahora despega, y habrá que ver cómo), la generalidad de las reformas procesales y el diseño de la oficina judicial. Así, semejante defecto de medidas estructurales y un gobierno de la justicia marcado por la deslegitimación son datos que deben computarse para entender la realidad y la imagen de la justicia; y también para discurrir sobre las responsabilidades -incluidas las profesionales de los jueces- y proyectar el futuro, si es que se quiere distinto.

Para esto último, desde luego, hacen falta pactos. No sé si de Estado, pero sí de fuerzas políticas dispuestas a afrontar con honestidad y lealtad constitucional, en la raíz, los verdaderos problemas. Un talante bien diferente del que se expresa en las recurrentes, evasivas y escasamente imaginativas denuncias de "italianización". Como si en Italia la crisis de la primera República, con la disolución de sus dos partidos más representativos, hubiera sido cosa de jueces y no consecuencia de la ejecutoria de toda una legión de políticos rapaces, bien procesados por sus acciones de Código Penal. Cuando un sector relevante de la vida política de un país se precipita -por los actos de algunos de sus protagonistas- en los tribunales, no es serio poner los demoledores efectos de tal hecho en la cuenta de éstos últimos, cuyos titulares, eso sí, tendrán que responder por la gestión de los procesos. Aunque no de las consecuencias de las estrategias de ruptura que en tales casos suelen confluir sobre los mismos, con sustanciosas aportaciones a la realidad y, sobre todo, a la imagen y a alguna teoría de caos judicial.

Esto se hace bien visible en el supuesto de España, donde -desde luego- no estaríamos ante percepciones de lo judicial como las que expresan los primeros resultados del "barómetro" si casos como los de los GAL, Filesa y otros no se hubieran producido y tenido que entrar -con todas sus implicaciones- en el circuito de la justicia penal. (Y,

probablemente, tampoco, o mucho menos, de no haberse dado la peligrosa concentración de causas y de poder judicial, con el protagonismo anómalo y la polarización de toda clase de presiones indeseables, que lleva consigo ya el propio modelo que hoy encarna la Audiencia Nacional, como virtual jurisdicción total. Modelo que, asimismo, tiene clara prolongación en la Sala Segunda, convertida en juzgado instructor y tribunal de primera instancia por obra del aberrante fenómeno de los fueros privilegiados).

Los procesos aludidos han generado una clase específica de problemas que han ocupado todo el escenario y, en especial, un lugar principal en la percepción de la justicia de gran parte de la ciudadanía, que ha terminado por no ver, de ella, otra cosa. Además, pesan como una losa sobre el futuro de eventuales reformas, ahora inevitablemente interferidas por intereses que no son ya sólo los habituales de parte política, sino de partes que lo son también, o más bien, procesales. Por eso, para que un hipotético pacto llegase a ser eficaz, mientras los procesos siguen su curso, tendría que darse una previa renuncia a continuar operando en función de esa dimensión de las posiciones enfrentadas. Es decir, a seguir haciendo del "poder judicial" el patio trasero de la confrontación política general y del Consejo un mezquino terreno de juego. Habría que restituir a la situación la serenidad necesaria para abordar con rigor y con una perspectiva de medio y largo plazo las cuestiones nucleares de la Administración de justicia. Y hacerlo -sería probablemente la primera vez- no reduciendo su papel constitucional, como con frecuencia se propone, sino de forma que tanto la organización como quienes trabajan en ella puedan llegar a estar en condiciones reales de desempeñarlo con eficacia.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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