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Emociones monárquicas

El bautizo del príncipe, la boda de la infanta, la coronación y el entierro del rey: ceremonias solemnes que reproducen simbólicamente la originaria unidad de trono, altar y pueblo; ocasiones propicias para que las monarquías supervivientees de la vieja Europa renueven la ilusión del encantamiento del mundo. Leviatán mostraba en esos momentos su más amable o dolorido semblante, como si por un instante suspendiera el cetro del cielo y permitiera correr el torrente de emociones represadas por el terror que inspira su mirada. Sólo uno nace príncipe, sólo uno muere rey, que con tal privilegio reclama para su familia una posición singular en el orden del tiempo.Esta singularidad, este halo religioso que aún sostiene a las monarquías, perdura en sociedades secularizadas o, por decirlo con el lamento de la última aristócrata británica, Sackville-West, sociedades en las que el populacho ha conseguido salir del lugar que le correspondía en el viejo orden del mundo. Odiaba esta gran señora a la democracia, odiaba al populacho: "My manifesto: I hate democracy, I hate la populace", y deseaba ardientemente que la educación no se extendiera, porque sabía que la privilegiada posición de su clase dependía de que las demás nunca cambiaran. La guerra, sin embargo, trastocó el orden natural de las cosas e introdujo a aquel odiado populacho, o a su más avispada vanguardia, hasta los salones de las grandes casas.

Así acabó por decaer la aristocracia y por eso la más alta cima de aquella clase social levantó altos muros en tomo a sus palacios para protegerse de la contaminación popular. Mientras la aristocracia sucumbía, los Windsor mantenían a raya al pueblo a la puerte de palacio, entretenido con el cambio de la guardia. El heredero se casaría, si no como es debido, al menos como no era indeseable: una aristócrata. Nadie en la familia pudo prever que la jovencita Spencer venía contaminada por el virus de la populace y que, al casarse, deseaba contar ante todo con el amor de su marido. ¡Qué vulgaridad!, habría exclamado Sackville-West: esta niña, además de aspirar a la corona, pretende que su marido le sea fiel. Cosas, en verdad, de las que no se habla entre gentes de educación superior. Por razones históricas que guardan relación con el caracter mundano de la Monarquía española, con el hecho de que el Rey no sea 'hijo de rey, nuestras infantas son princesas secularizadas: no creen que la sangre real, ni la aristocrática, sea indispensable condición de su felicidad terrena. Su guía en este negocio, antes contemplado como un gran asunto de Estado, es de lo más prosaico; es el corazón. Lo que les pasa a ellas le ocurre a cualquiera: a la niña le gusta aquel chico y se va a casar con él, digan papá y mamá lo que quieran, porque en sociedades secularizadas, papá y mamá no se entrometen en los amores de las hijas, por muy infantas que sean.

La pregunta, ya se comprende, es inevitable y ha rondado la cabeza y, lo que es peor, los corazones de la gente con ocasión de la trágica muerte de la princesa expulsada de palacio: si la monarquía se seculariza del todo, ¿para qué sirve la monarquía? Dicho de forma directa: ¿puede el príncipe Carlos susurrar por teléfono a su querida Camilla imaginativas obscenidades sin arriesgar gravemente la continuidad de su familia en el trono de Inglaterra? Antes sí que habría podido, porque en todo caso sería rey por la gracia de Dios. Pero muerto Dios como referente último del orden inamovible de la historia, ¿quién perdonará al príncipe ser tan vulgar como el populacho?

¡Qué lío! Príncipes y princesas, reyes y reinas, quieren ser como todo el mundo: salir con quien les plazca, casarse con el amor de su vida, hablar guarrerías por teléfono, tener amantes. Pero si los príncipes y los reyes consiguen ser como todo el mundo y el mundo está secularizado, ¿qué razón habría para que siguieran siendo príncipes y reyes? Vita Sackville-West no tenía respuesta para tan extemporánea pregunta.

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