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Tribuna
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Luis y Fernando, el arte de resucitar

La crítica ha sido unánime: las" competiciones europeas han consolidado el prestigio de la liga de las estrellas. Al margen de la provisional agonía del Barcelona, sólo el Depor, todavía huérfano de Rivaldo, sigue afectado por dos males de difícil tratamiento: padece un amargo fatalismo gallego, agravado por el desorden bohemio que siempre acompañó, como la arena al oro, a los grandes jugadores de Brasil. En algún lugar del Amazonas, Bebeto ha pedido hora al hechicero antes de sacarse un billete para Riazor.Poco antes, Luis Enrique había conjurado al PSV en dos de esas llegadas fulminantes con las que ha conquistado el Camp Nou. Sus mejores amigos lo celebraron sin reservas; saben que Luis es uno desesos deportistas hipertensos que darían media vida por marcar el gol del año. Ha soñado tanto con triunfar que finalmente se ha convertido en un fanático de su profesión; se entrena como un lobo, vive a impulsos eléctricos, y en su obsesión por progresar siempre está dispuesto a extender su repertorio de chispazos: ahí meto una doble bicicleta, allí freno, y aquí, en Can Barça, van a enterarse de lo que es aparecer.Su verdadero mérito está en su capacidad para reescribir su propia historia; no la que los demás le habían dictado, sino la que siempre quiso para sí.

- Ya os dije que lo mío era jugar de delantero.

- No te detengas, Bala.

Llegan inquietantes noticias de Portugal: parece que los chicos del Oporto siguen buscando la pelota. Como se sabe, la perdieron al comienzo de su partido con el Madrid y no la han encontrado todavía. Alguien debe recomendarles que no pierdan más tiempo dragando el estuario del Duero: según fuentes de toda solvencia está en casa de Fernando Redondo. Mientras limpiaba de contrarios el círculo central, se la llevó cosida al pie. En Fernando se ha operado un extraño caso de caída y resurrección. Empezó siendo señalado como el auténtico usurpador de Luis Milla, y ahora, con un trienio de retraso, sus detractores se disponen a reconocerle, válgame Dios, como mejor medio centro del mundo. Fabio Capello fue uno de los últimos escépticos. Llegó, adelantó la barbilla y dio un pésimo informe a Lorenzo Sanz. -Hágame caso, presidente: véndalo por lo que le den.

- No sabe usted cuánto se equivoca, míster.

- Por lo que le den, he dicho.

Por comprensibles razones de supervivencia, Fernando se prohibió jugar la pelota y se limitó a ejecutar las órdenes del jefe como lo haría un subalterno: disciplina, recuperación y pelotazo. Poco después, Capello no podía vivir sin él.

Tanto llegó a valorarlo, que un día, ya comprometido con Berlusconi, mandó de tapadillo a su ayudante, Ítalo Galbíati, para que le diera un recado confidencial.

- Qué, Fernando: si el Milan te hiciese una oferta, ¿te vendrías con nosotros? Cometió un grave error de cálculo. Ignoraba que Fernando Redondo no lleva el escudo del Madrid cosido al uniforme: lo lleva tatuado en el pecho, como el marinero de la copia. Por eso, y para evitar tentaciones, se puso una cláusula de rescisión como quien se pone un grillete. Luego, pian, pianito, abrió el bandoneón y empezó a resucitar a Gardel.

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