Algo más sobre Galdós y Cánovas
Válgame Dios, y qué difícil es en este país emitir un juicio objetivo -tratar de poner los puntos sobre determinadas íes- sin suscitar las iras de quienes son incapaces de soportar disentimientos respecto a sus propias ideas, alimentadas por la pasión política. Recuerdo los insultos -de antología- que recibí de cierto plumífero franquista cuando me permití elogiar la asombrosa labor de gobierno realizada por Adolfo Suárez, apenas éste presentó su dimisión. Me ha vuelto a ocurrir lo mismo muy recientemente, cuando traté de hacer justicia a Felipe González, mediante un esfuerzo para dotar de perspectiva histórica a su larga etapa en el poder.Y ahora, simplemente el intento de revisar los injustos enfoques con que los regeneracionistas de comienzos de siglo y los escritores de la generación famosa, bajo el impacto del 98, enjuiciaron la extraordinaria figura de Cánovas del Castillo, me he encontrado de nuevo en el ojo del huracán. Verdaderamente, los generosos criterios de comprensión, de tolerancia... y de educación, que fueron norma en la conducta del estadista asesinado en 1897, no son los que imperan en nuestro tiempo.
Parece que levantó ampollas a algunos el hecho de que yo dijese que me parecía una idiotez descubrir a estas alturas, que el régimen canovista no fue, exactamente, una democracia. La verdad es que yo replicaba así a determinado jerifalte del PSOE, que apeló a este argumento "como advertencia" al Gobierno, dispuesto a conmemorar dignamente el centenario del prócer asesinado en 1897. Pero siempre hay quien desea hacerse el importante entendiéndose a sí mismo como directamente aludido, y ofendido, por supuesto (¡Me ha llamado idiota!). Por supuesto, no voy a enzarzarme en polémicas que sólo servirían para que éste o aquél pudieran presumir de que yo tenía en cuenta sus particulares rabietas: buen provecho les haga el tópico a que se atienen para no molestarse en contrastarlo con la realidad histórica. Para mí sigue siendo válida la prudente advertencia de Julián Marías (Con perdón): "No hay que intentar convencer a quien no se va a convencer".
Pero sí quiero aclarar algo acerca de Galdós y de su estimación de Cánovas. Se me han echado en cara -para neutralizar el texto que yo citaba del episodio Cánovas- otros varios, extraídos del mismo libro, absolutamente negativos para la Restauración que entonces se iniciaba. Por lo pronto, conviene recordar que los personajes de Galdós, en la coyuntura histórica en que éste los sitúa, se expresan, como es lógico, según la parcialidad política en que militan: un revolucionario ácrata o un republicano no puede emitir más que frases condenatorias ante el "frenazo al caos" de 1874. Pero Galdós habla por sí mismo -expresando sus propios puntos de vista, en este caso sobre Cánovas- cuando, metiéndose en el personaje, hace que éste manifieste sus propias ideas. Por eso aduje el parlamento de don Antonio reproducido en mi artículo, y en que aquél advierte la necesidad de dar tiempo al tiempo, evitando el caminar a saltos, porque "las algaradas y violencias nos llevarían hacia atrás, en vez de abrimos paso franco hacia un horizonte remoto": el deber, primordial para el estadista, de "sofocar la tragedia nacional".
El gran escritor, que en 1912 militaba en la coalición republicano -socialista, de la que, por cierto, acabaría separándose, asqueado, un año después -atraído por el posibilismo de Melquiades Álvarez-, sabía distinguir entre los que cabría calificar como los reversos negativos de la Restauración (que, por mi parte, no he negado nunca, desde luego) y lo que fueron Cánovas y su proyecto. Que estimaba al gran estadista situándolo en nivel muy superior al de los demás políticos de su entorno se evidencia en otro escrito suyo (éste, de 1905): el artículo necrológico que en ese año dedicó a la reina Isabel II, fallecida en París (y a la que, sorprendentemente, siempre profesó don Benito una simpatía extraordinaria). En esta ocasión, al hacer balance del reinado isabelino, Galdós establece una distinción entre las cualidades innatas de doña Isabel (por ejemplo, su generosidad y el amor al país que la vio nacer) y los condicionantes, ajenos a su voluntad, que las neutralizaron. Así, una educación defectuosa; el error de su matrimonio; la ausencia, a su lado, de un estadista capaz de hacer que la joven soberana ejerciera noblemente su papel constitucional. Pues bien, he aquí que don Benito elige, decididamente, como ese estadista necesario al lado de Isabel, "entre todos los hombres políticos que hemos tenido desde esas calendas, a (Ion Antonio Cánovas, no como era en 1846, un mozuelo sin experiencia, sino como fue después en la madurez de su vida política. Con el Cánovas de 1846 puesto 30 años atrás en la serie histórica... no había miedo a que a espaldas de los Gobiernos visibles trabajasen en las sombras palatinas, las camarillas enmascaradas, apartando de su dirección recta las resoluciones de Gobierno...". "Pues este estadista ideal que he llamado Cánovas porque los talentos y el rigor de este hombre de nuestro tiempo parécenme los más adecuados para inaugurar en aquellos años un reinado eficaz, es otra "equis" que con la del Rey consorte completa la existencia privada y política de Isabel".
¿Está claro? Tal era la opinión del propio Galdós -no de determinados personajes de su último Episodio- sobre Cánovas del Castillo. Don Benito estimaba en su justo valor tanto los talentos y el rigor de Cánovas como sus es fuerzos por buscar un equilibrio entre extremos contrapuestos.
Aquí he de volver a ese Episodio último y a lo que en él se refiere un espectador imparcial de los primeros días de la Restauración: "Don Antonio Cánovas está tragando mucha quina, una barbaridad de quina, apretado entre dos muelas cordales", o lo que se nos dice sobre los debates en las Constituyentes de 1876: "Pidal se revolvía contra don Antonio por no haber traído éste a la Restauración las furias ultramontanas; Moyano execraba la revolución de septiembre; Sagasta, cantando por todo lo alto, izaba el gallardete de la soberanía nacional... Cánovas, con derroches de lógica elocuente, contestaba a unos y a otros requiriéndoles a la paz y concordia en los altares de la legalidad alfonsina...".
Pero, lo mismo que yo no me hago ilusiones sobre la posibilidad de convencer a los que, de todos modos, no se van a convencer, tampoco don Benito debió de hacérselas nunca, oprimido a su vez entre el pro y el contra de tirios y troyanos.
Para terminar, añadiré que siempre es necesario, cuando se opina sobre personas -no sobre sistemas- saber distinguir. Por ejemplo, no cabe confundir -como lo han hecho algunos a Cánovas con Romanones.
Fueron, para empezar, muy distintas las circunstancias en que se movieron uno y otro -aparte el hecho que que el "travieso Conde" era un epígono de Sagasta, a cuyo partido pertenecía, y no al de Cánovas- Don Antonio fue un gran estadista. Don Álvaro no lo fue jamás. Se trata de conceptos heterogéneos.
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