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La impunidad del poder

En el séptimo aniversario de la unificación de Alemania se impone una reflexión sobre un hecho que hubiera creído que atraería la atención del gran público y que, pese a haber sido noticia por un día, ha interesado tan sólo a las víctimas directas de la represión comunista y a los pocos que siguen identificándose con la desaparecida República Democrática Alemana (RDA). La población alemana, y en particular la de la Alemania oriental, ha mirado a otra parte sin interesarse por el juicio y condena de los antiguos dirigentes de la RDA. Tres miembros -los únicos capaces de aguantar físicamente un proceso, de 22 que formaban el politburó del Partido Socialista Unificado- han sido juzgados este último agosto. El que pocos dirigentes hayan sobrevivido y de ellos, salvo tres, no estuvieran en condiciones de sentarse en el banquillo es prueba palpable de la gerontocracia en que terminaron consumiéndose aquellos regímenes. Una de las grandes virtudes de las democracias es que hacen circular las élites dirigentes; en cambio, las dictaduras se caracterizan por el envejecimiento de los mismos en el poder.Dos de los tres condenados a penas de prisión por los asesinatos perpetrados en la frontera fueron, justamente, los que en el último momento se inclinaron por la renovación. Egon Krenz, fiel lacayo de Honecker, es el que al final prepara su defenestración, consiguiendo incluso sucederle. Al que fuera jefe de Estado por unos meses y tomara la decisión, cargada de tantas y tan graves consecuencias, de abrir el muro se le condena a seis años de cárcel y tres para Günter Schabowski, jefe del partido en Berlín que, encontrándose en una emisión televisiva en directo, aprovechó la ocasión para apuntarse el tanto y ser el que anunciase la apertura del muro. Como todavía no se ha llegado a la última instancia y el tiempo corre a favor de los reos, no está nada claro que cumplan las penas. Condenados han sido ya algunos soldados que dispararon a bocajarro en el muro; clamaba al cielo que no lo fueran los que dieron la orden.

Mientras que unos se sorprenden tanto de lo restringido que es el grupo de los que al final hay que considerar responsables de los crímenes de Estado, como de la levedad de las penas, otros, en cambio, se extrañan de que se haya condenado a políticos con los que se han mantenido relaciones normales. Nadie ignoraba que se mataba en la frontera y todos sabían quiénes habían dado la orden, pero ello no evitó que políticos demócratas de todos los países se comunicasen normalmente con la cúspide de un Estado que era miembro de las Naciones Unidas y había establecido relaciones diplomáticas con la mayor parte de los países del mundo. Si después de caído un sistema que ha pisoteado todos los derechos humanos, resulta tan difícil condenar a sus responsables, qué no será pedir responsabilidades penales a políticos que han servido a un régimen democrático que todavía pervive. La impunidad del poder parece garantizada en ambos casos.

Aun el 30 de septiembre un tribunal de Francfort sobre el Oder absolvió del delito de prevaricación a los fiscales y jueces que urdieron el proceso y condena a arresto domiciliario de Robert Havemann, el físico comunista que en los años setenta dio la batalla por un socialismo de rostro humano. El tratado de unión entre las dos Alemanias fija que los delitos cometidos en la antigua RDA han de juzgarse por las leyes vigentes en aquel país hoy extinto, y, desde luego, juzgar con criterios políticos los llamados delitos políticos era obligación legal de los jueces a la que no podían sustraerse. Y si bien no se ha de confundir la legalidad con la justicia, tampoco a nadie cabría exigirle la heroicidad de anteponer la segunda a la primera. Además, adónde iríamos a parar si el juez, saltándose la legalidad, juzgase por un criterio personalísimo de justicia. Con lo que el tribunal alemán ha derribado de facto la doctrina que se instauró después de la II Guerra Mundial, según la cual los crímenes contra los derechos humanos no podrían ampararse en la legalidad vigente ni en la obediencia debida.

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