El nombre de la roca
Curiosos topónimos amenizan la caminata entre la Morcuera y el mejor mirador de la Pedriza
Todos hemos jugado cuando niños al teléfono escacharrado. Consiste, si no lo recuerdan, en verificar la corrupción que sufre cualquier palabra o mensaje al circular sottovoce por un corro de chavales -cuantos más, mejor-, de modo que si el mensaje inicial es: "Una obra del maestro Chapí", al final suele quedar: "La picha de un maestro de obras", para alborozo de la inocente (y a ver quién demuestra lo contrario) chiquillería. La toponimia, que supuestamente es el sesudo estudio del origen y significado de los nombres propios de lugar, viene a ser, si bien se mira, un pasatiempo similar.La toponimia es una de las ciencias más inexactas y simpáticas que existen. Es como herborizar en la selva de las etimologías. A Madrid, por ejemplo, se le han encontrado más de veinte posibles raíces: mandra, màdrya, matricem, matrilium, matrylion, maiorito, mageterito, maajerit, magerit ... ; étimos griegos, latinos, arábigos, germánicos e incluso celtas, con sentidos tan dispares como "lugar ventoso, de aires subtiles y saludables, de cielo claro" (Covarrubias) o como "prostíbulo" a secas. Por parecidas razones, el puerto de la Morcuera es un buen sitio para salir a buscar topónimos.
Morcuera, según los sabuesos de la toponímia, vendría de marcuera, que a su vez sería corrupción de malacuera; cuera era una especie de chaquetilla que usábase antiguamente sobre el jubón; malacuera significaría lugar desabrigado, frío, corno es de esperar de un paso entre montañas situado a 1.796 metros sobre el nivel del mar. El excursionista, que ha visto nevar aquí en pleno mes de julio, puede dar fe de que 16 es; pero el excursionista también ha visto esta mañana, antes de salir, que el diccionario de María Moliner registra bajo la voz morcuero. "Montón de piedras que se pone como señal en un límite". Y, la verdad, siendo como es este puerto medianedo entre los términos de Rascafría (que cae al norte) y Miraflores (al sureste), ya no sabe a qué carta quedarse.
Bordeando por la derecha la cerca que marca dicho límite, rumbo sur, el caminante trepa en poco más de una hora a la Najarra (2.106 metros), cuyo vértice geodésico se empina sobre los tejados de Miraflores de la Sierra -llamado antaño Porquerizas-. Najarra, que los que saben hebreo dicen que viene de nahar: "Abundosa en aguas", sin duda por los numerosos hontanares que verdean en sus laderas.
Sigue luego el excursionista hacia poniente, siempre por la cuerda de la montaña, siempre por el duro filo de esta sierra en el que apenas brota nada, sólo el piorno (por cierto, que el barón de Davillier comenta en su Viaje de España que la palabra piorno valía, en la jerga del hampa europea, por borracho, y ello acaso porque el aroma de sus florecillas gualdas es asaz embriagador y, al decir de los pastores, produce dolor de cabeza a quien sestea en un piornal), el enebro rastrero y los ásperos céspedes de cervuno y cañuela indigesta -ompebarrigas-: nombres expresivos a más no poder.
Tras la Najarra vienen, en sucesión de bajadas y subidas, un colladito sin título (vaya por Dios), la loma de Bailanderos (¿bandoleros quizá?: bailadores, en germanía, son ladrones), el collado de Pedro de los Lobos (a este Pedro no lo conocemos, pero abajo, en Miraflores, hay un monumento a la memoria de Antonio Robledo Palomino, cazador de lobos, al que dedicó una biografía el barón de Ker) y los 2.239 metros de Asómate de Hoyos, una invitación expresa para asomarse a las dos hoyas, la de San Bias y la del arroyo de los Hoyos de la Sierra, que se abisman al mediodía, así como a la fosa tectónica del valle del Lozoya, ésta al sepentrión.
Ahora, el excursionista abandona la cuerda principal para dirigirse hacia el sur y coronar, cuando se cumplen tres horas de caminata, el alto de Matasanos (2.086 metros), balcón privilegiado sobre la Pedriza y topónimo que no engaña: aquí, la temperatura media anual ronda los cuatro grados y los días de helada son 320.
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