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"¿Quién nos echará de aquí?

Las prostitutas de la Casa de Campo se muestran indiferentes ante la Propuesta de trasladarlas a otro lugar

A María, una prostituta yonqui de 44 años, separada, embarazada de tres meses, y cuyas tres hijas (de 26, 20 y 17 años) no quieren ni oír su voz por teléfono, poco le preocupa que los políticos quieran ponerle puertas al bosque. Estos días, los técnicos del Ayuntamiento buscan una zona determinada de la Casa de Campo donde las prostitutas trabajen lejos de las miradas de los niños que entran al zoo o que juegan al lado del lago. Allí, precisamente, se encontraba ayer María, que, como la mayoría de las mujeres que ejercen la prostitución en la Casa de Campo, recibe la polémica suscitada por su hipotético traslado o confinamiento en una zona concreta del parque con la indiferencia de quien se conforma con reunir lo suficiente para acallar los gritos de sus venas, su estómago o su ludopatía.A la secretaria de Estado de Asuntos Sociales, Amalia Gómez, la cautela no le impide tener claro que ese es "un debate de papel": "El problema de la prostitución no es una cuestión de estética ni de paz social, sino de justicia social y solidaridad". No conoce más que por la prensa las declaraciones cruzadas de los políticos municipales sobre la conveniencia de poner coto al "espectáculo" a la vista de niños y paseantes.

"Confío en Elena Utrilla [concejal de Servicios Sociales], no creo que tenga en mente crear un gueto", agrega. El alcalde, José María Alvarez del Manzano, afirma que no quiere un gueto, "que ya existe" en la Casa de Campo, sino trasladar a las prostitutas a un lugar más adecuado". "Si queremos de verdad ayudar a estas mujeres debemos evitar polémicas sobre soluciones a aspectos parciales", remacha Gómez. La secretaria de Estado visitó a estas mujeres al poco de ocupar su despacho. "Es cierto que la Casa de Campo es un lugar muy inseguro. Me comentaron que los fines de semana son objeto de burlas y amenazas por parte de jóvenes que van a reírse", recuerda Gómez. "Hay un oficio más viejo que la prostitución, y es el de persona. Como feminista entiendo que la prostitución es una vejación anónima y de género", declara.

Sobre eso hay casi total unanimidad entre las prostitutas con las que habló ayer por la tarde este diario. "De gusto nada de nada", dice Ana, asturiana de 26 años, adicta a varias drogas. Asegura que lleva sólo un mes prostituyéndose. "El primer día salí corriendo cuando paró un cliente; el segundo también; el tercero subí al coche".

Carmen, de 30 años, no tuvo mucha escapatoria, porque se inició en un club y la novedad" hizo que pillara tres clientes seguidos: "Llegué a casa con 15.000 pesetas, pero reventada. Al principio es muy duro, luego te acostumbras".

Ella y su hermana Pilar (con 36 años y tres hijas) son vallecanas. Sólo trabajan de día porque de noche pasan mucho miedo. Les da igual lo que digan los políticos: "¿Quién nos va a impedir estar aquí? Además, no tenemos por qué llevar un cartel". Ambas afilan la mirada como si fuesen a arañar con los ojos cuando se les insinúa la posibilidad de que sus niñas hereden el oficio. "Para eso estoy yo aquí: para que mis hijas no tengan que hacerlo", arguye Pilar. "Esto no es ningún orgullo, pero tampoco somos tan víctimas. Se gana mucho dinero". "Unas 200.000 o 300.000 al mes", comenta María. Pero el parné dura en sus manos lo que el viaje al cerro de la Mica, donde compra el primer plato de su menú diario. Si queda algo tras pagar el jaco, a lo mejor se come un bocadillo. Cree que estaría bien ahorrar a los menores la visión de actos sexuales. "El otro día, unos chiquillos de 12 años se quedaron ahí a ver cómo una compañera se ocupaba con un cliente", cuenta.

Las prostitutas nigerianas y liberianas son aún más ajenas a la polémica. Increíblemente, ni siquiera entienden por qué la policía les pregunta si tienen un "amigo al que dan dinero". Patience, de 28 años, no puede creer que exista algo denominado proxeneta. Explica que no tiene papeles y no puede trabajar en España. Su marido y sus dos hijos la esperan en Nigeria, donde era vendedora de pescado. Ellos no saben a qué se dedica: "lt's no good". Tampoco comprende que las jóvenes españolas se prostituyan. "¿Cómo van a encontrar un marido?", se pregunta. Y menos aún se explica eso de la droga. "¿Cómo nos vamos a drogar si no tenemos dinero más que para comer y pagar la habitación? En África no hay droga", razona una compañera.

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María y dos amigas también toxicómanas con las que charla al borde del lago dicen que para abandonar su sinvivir sólo necesitan metadona. Quizá se sentirían inás seguras si se acotase una zona para su trabajo. No les conmueve la tristísima situación de las inmigrantes. "Se van por 500 o 600 pesetas, lo que les den". Ellas cobran 2.000 como mínimo. Y la competencia no sólo es desleal por los precios. Cualquiera que tenga ojos ve que entre las prostitutas negras abundan más las carnes prietas, los tipos esculturales y las ropas provocativas.

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