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Corsarios

Enrique Gil Calvo

Cuando se encrespó la cruzada contra la corrupción del Poder socialista desatada de 1991 a 1996, fuimos muchos en alertar contra el cinismo del principal inquisidor que se postulaba a sucederle, sospechando que, una vez aupado al poder, el Partido Popular sería mucho peor. Y en efecto, así está resultando con creces cuando esto no ha hecho todavía más que empezar. Excuso desgranar el rosario de incidentes que comienzan a acumularse, pues prefiero concentrarme en el buque insignia de la flota corruptora: el caso Telefónica, destinado a ser la Super Filesa del señor Aznar.¿Qué es la corrupción?: la complicidad espuria del poder público con ciertos intereses privados. En efecto, un régimen político se define por las relaciones entre la sociedad civil y el poder público: si son transparentes, imparciales, ajustadas a derecho y sometidas a control, el régimen es legítimo; pero si son opacas, sesgadas por el favoritismo, clandestinas y arbitrarias, entonces hay corrupción. En el caso del régimen socialista, su corrupción resultó casi transparente, al infringir la legalidad con tan ingenua evidencia. Por eso el nuevo régimen de su epígono conservador, aprendida la lección, procura corregir y aumentar la dosis con mayor astucia e impunidad.

Así es como el Partido Popular ha optado por un doble juego. Por un lado, finge ajustarse a la legalidad: para eso desata una guerra digital en el Parlamento y provoca una querella prevaricadora en los tribunales con la interesada complicidad de sus compañeros de viaje. Pero como sabe que a la larga Bruselas o la jurisdicción contencioso-administratíva han de quitarle la razón, decide blindar sus operaciones reforzándolas con una segunda línea estratégica, inmune a la acción de los tribunales. Y para esto recurre a la Telefónica.

Cuando en nombre de un falaz interés general, el Gobierno pretendió expropiar los derechos exclusivos que Canal Satélite había adquirido legítimamente, publiqué una columna donde sostenía que el capitalismo surgió gracias a la invención de los derechos de propiedad, citando la autoridad neoliberal del historiador Douglass North, premio Nobel de Economía (Exclusivas, 24 de febrero de 1997). Sin embargo, existe otra teoría rival sobre los orígenes del capitalismo: es la de Marx, que postuló la necesidad de una previa acumulación primitiva basada en la rapiña, el colonialismo, la expoliación y la piratería.

Pues bien, al parecer, la estrategia adoptada por el partido en el Gobierno pretende alcanzar sus objetivos mediante esta segunda vía marxista. Para ello, al no poder utilizar su poder público, necesariamente imparcial, ni actuar con instrumentos legales de más que dudoso éxito, ha decidido recurrir a piratas, corsarios y bucaneros que, refugiados en la inexpugnable base de operaciones de esa nueva Isla de la Tortuga que es la Telefónica, y bajo el mando de ese nuevo Morgan que es el señor Villalonga, le hacen al señor Aznar todo el trabajo sucio: sin ningún escrúpulo y con perfecta impunidad.Jurídicamente, la Telefónica es una empresa privada, pero políticamente actúa en beneficio sectario de quien ocupa el poder público. Esto es patente de corso: es decir, corrupción. En efecto, a los corsarios británicos del siglo XVII, con licencia real para saquear galeones españoles a cambio de un porcentaje del botín para el Rey, se les llamaba privateers (o "barcos privados armados"). Pues bien, eso es hoy la Telefónica: una privateer o empresa filibustera, con patente de corso extendida por Moncloa para saquear intereses ajenos en exclusivo beneficio político de quien ocupa el poder. Así se finge respetar en público la legalidad cuando en privado se la elude con fraudulenta insolencia. Y lo. que resulta ilegal para la armada gubernamental de Aznar queda impune si quien lo ejecuta es la escuadra bucanera de Villalonga. No sé si esto se parece más al caciquismo de la Restauración o al corporativismo del Régimen franquista. Pero, desde luego, es corrupción política químicamente pura.

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