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Adoradores de imárgenes

Emilio Lamo de Espinosa

En ocasiones, un suceso trivial o de escasa relevancia adquiere características que lo transforman en analizador de algo mucho más importante. Así ha ocurrido con la trágica muerte de Diana Spencer, princesa de Gales. Casi seis millones de británicos que asisten a su sepelio, más de 2.000 millones de televidentes, un bloqueo informativo nunca visto en la aldea global. Se diría que ha fallecido la reina Victoria, madame Curie o... Teresa de Calcuta. ¿Por qué esa ola emocional?Diana Spencer ha muerto como ha vivido: sin casi darse cuenta, a más velocidad de la razonable, muy mal conducida, peor acompañada y perseguida por su imagen, a la que se sacrificó hasta ser devorada por ella. Atrapada desde casi adolescente por el brillo del papel cuché, jamás pudo madurar como mujer. Niña, princesa, esposa y madre pública, succionada por su imagen, en una existencia virtual, sin saber jamás lo que realmente era, podía haber escrito, con Silesius: "No soy lo que sé, no sé lo que soy". Escindida entre su poderosa imagen y su débil e inmadura personalidad, acabó creyendo ser lo que parecía, una princesa del pueblo, y, como el personaje de Woody Allen, trató de saltar desde la pantalla a la sala de butacas olvidando que ya estaba allí. Es tan ridículo pensar que conocemos a Lady Di como suponer que conocemos a Sharon Stone porque hemos visto sus películas. Pero, al igual que todos, ella también creía en su imagen y ha vivido en ella, en los medios, en las revistas y los telediarios, sin jamás vivir en sí. Inmadura, narcisa -¿cómo no serlo?-, casi asexuada pero hermosa como un cuento de hadas, es el símbolo de la personalidad típica de nuestro tiempo, obsesionada por la imagen y por el cuerpo como soporte de esa imagen.A ello sacrificó su vida y su salud, en una relación vampírica que alternaba entre la anorexia y la bulimia, los gimnasios y las farmacias, puntuando todo ello con una secuencia de intentos de suicidio, es decir de peticiones de ayuda. Pues Diana se entregaba a las cámaras como otras mujeres -más dichosas- se entregan a sus amantes. Y así, cuanto menos era deseada por seres de carne y hueso, más necesidad tenía de transformarse en el objeto universal del deseo... abstracto y mediático. Amada por todos en papel cuché, jamás encontró sino amantes despreciables, desde su propio marido y el playboy jinetero que vendió sus intimidades hasta ese egipcio aventurero que pretendía vengarse de la aristocracia británica haciéndose padrastro del Rey de Inglaterra. No saben los buenos ingleses que ahora la lloran de la que se han librado.

Los paparazzi fueron su alimento igual que ella los alimentaba, en una segunda simbiosis vampírica. Vivían de ella y en ella como pulgas o parásitos, succionando su vida cotidiana, sus gestos, sus mohínes, sus adornos, rentabilizados en scoops hipermillonarios que han alimentado los tabloides británicos y la prensa del corazón del mundo entero. Lady Di no era una mujer, sino una industria sin la cual habría sido probablemente lo que fue: una nada anonadada. Y finalmente nosotros, explotadores pasivos de esa doble explotación e idolatrando también, como ella, su imagen. Voyeurs de un espejo que refleja con mentirosa espontaneidad a una muñeca laboriosamente pintada, vestida, mimada... y torturada sin piedad para estar siempre a la altura de su imagen. De nada le servía pretender parecer real pasando su mano por las heridas de los mutilados, pues todos mirábamos su mano, más bella que nunca en el contraste con la sordidez.

Muchos pensarán que al menos en una cosa el destino fue generoso con esa desdichada, pues morir joven y trágicamente es el hado de los elegidos. Como tantas Sorayas y Cenicientas de nuestro tiempo, después del repudio del Príncipe Azul, Lady Di iniciaba el camino que, tras amantes, maridos y flirts infinitos, le llevaba a la autodestrucción. En ello confiaban, quizá, Charles y la Casa de Windsor. Pero esa degradación mediática era también la única oportunidad de salir de su vida virtual y ocupar de nuevo su cuerpo y su realidad. El destino ha querido que sea para siempre la reina de las imágenes planas de nuestro tiempo virtual, adorada por miles de millones de idiotizados adoradores de imágenes de la aldea global. "Estaba hecha para vivir y muere sin haber vivido" (Rousseau).

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