Solos en su orilla
Pronto hará 10 años que el mundo comunista, tras el último resplandor crepuscular de la perestroika, entró en un acelerado proceso de descomposición que lo llevó directamente al lugar previsto por los bolcheviques para sus enemigos, al basurero de la historia. El renegado Kautsky había tenido razón frente al ortodoxo Lenin y, aunque no faltaron quienes, por consolarse, achacaron todas las culpas al largo asedio capitalista, la verdad del caso fue que el comunismo se derrumbó porque llevaba la carcoma dentro de su esqueleto.Algunos, sin embargo, no se enteraron y el día siguiente al derrumbe se dijeron que ellos nada tenían que ver con sus todavía humeantes ruinas. A mí que me registren, vino a decir Julio Anguita, y su guardia pretoriana le respondió a coro: esto no va con nosotros. Mantuvieron, pues, el nombre glorioso de comunista y, frente a la bofetada de los hechos, reafirmaron la validez eterna de los postulados finales. Libres de la losa del socialismo real, se proclamaron propietarios únicos del verdadero socialismo, una bonita manera de reconocer que la verdad no es real a costa de negarse a aceptar que la realidad sea verdadera.
Reconfortados con semejante argumento, pero sin tenerlas todas consigo, los comunistas españoles decidieron mantener por un tiempo ocultas sus vergüenzas históricas -y hasta se enojaban si alguien les llamaba por su verdadero nombre- bajo la blanca túnica de Izquierda Unida. Con la utopía y la verdad por delante y con la unión de izquierdas por detrás -y con Ramírez y Aznar iluminando el camino común hacia la victoria final-, creyeron disponer de fuerza, razón y luz suficientes para desplazar a un partido socialista más renegado aún que el renegado Kautsky como partido hegemónico de la izquierda. Todos contra el PSOE fue la alegre consigna de tan lúcida estrategia.
El fracaso de esa operación, sin llegar a ser histórico, fue estrepitoso: llevó a la derecha al poder sin que por eso avanzaran ni un milímetro hacia la utopía las aguerridas huestes de la izquierda unida. Pero de igual manera que los comunistas españoles no sacaron las consecuencias del derrumbe del socialismo real tampoco parece haberles preocupado sobremanera la lección más contundente de su derrota electoral: que en ningún país europeo es posible una alternativa de izquierda construida de espaldas o contra la socialdemocracia y que, por tanto, cualquier política que no tienda a reparar los puentes bombardeados en 1917 será quizá pan para hoy, pero es con toda seguridad hambre para mañana. En definitiva, que la escisión de la izquierda, vacía de razones históricas y despojada de concretos contenidos políticos tras la desaparición de los regímenes comunistas, sólo sirve para perpetuar el gobierno de la derecha.
Pero a alguien que trabaja con la vista puesta en la eternidad ¿qué pueden importarle estos vulgares accidentes del camino? Al fin y al cabo, confirmar la derecha en poder, visto a clara luz que proporciona sentirse habitante de la utopía, es lo mismo que favorecer el retorno del PSOE, sea o no en alianza con otras fuerzas de izquierda. Por eso, un verdadero comunista, sobre todo si es español, nunca podrá entender que alguien desde la izquierda trabaje por un entendimiento con los socialistas. Si el verdadero comunista se declara habitante del exclusivo espacio de la luz y la razón, jamás podrá percibir un terreno político en el que sea posible tal acuerdo con quienes únicamente pretenden gestionar el sistema de otro modo.
Y así, satisfechos por el logro de su primer objetivo estratégico -desplazar al PSOE del Gobierno-, los comunistas se presentan ahora exaltados con la perspectiva abierta por tan original descubrimiento, constituirse retóricamente en única oposición antisistema. Cualquiera que haya trabajado en la dirección de forjar alianzas electorales con el enemigo principal del comunismo -que es desde 1917 la socialdemocracia- es un desleal, un traidor, un invitado al gran banquete que acude con la intención de ensuciar los manteles.
Un gran banquete: eso es lo que espera al Partido Comunista de España después de la última gran purga emprendida por sus dirigentes. Un gran banquete en el que acabarán por comerse a sí mismos como todos los náufragos en las islas de la historia. La siempre adusta Rosa Aguilar quizá lo vislumbra cuando fuerza su triste sonrisa de medio lado para anunciar que al fin se han quedado solos en la "orilla correcta". En su orillita, con la verdad y la utopía, liberados de desleales y traidores, lejos de renegados, ya tendrán tiempo de ir despedazándose los unos a los otros. Cualquier cosa con tal de que el banquete continúe y no falte la música.
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