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La infección

Javier Marías

Andamos todos muy atareados con nuestro terrorismo, intentando combatirlo en la calle con manifestaciones y lazos, en las elecciones con propaganda y votos, en la prensa con artículos obsesivos, en el extranjero con protestas y explicaciones pacientes, en el interior con condenas y razonamientos y tácticas tan variadas como titubeantes. Seguramente los que menos lo combaten son los políticos,más preocupados por sus adversarios que por sus enemigos, al fin y al cabo éstos no les van a pisar ningún escaño.Y sin embargo hay un elemento del terrorismo contra el que no sólo no lucha nadie, sino al que buena parte de la sociedad parece haber sucumbido; y otra parte menor lo ha abrazado con entusiasmo y lo ha hecho suyo cotidianamente. Quizá no es tan extraño: ETA es ya una de nuestras organizaciones más veteranas, llevamos conviviendo con ella treinta años (aunque la inclusión del concepto vivir aquí suene sarcástica), y no de cualquier manera, sino prestándole una atención enorme, auscultándola, interpretándola, haciéndole continuo caso, esforzándonos por entenderla como, paso previo para acabar con ella. Hay temporadas como la actual en las que monopoliza la información y nuestras facultades discursivas. Esa convivencia en vilo, por seguir empleando el cruel vocablo, es la vía más segura para el contagio. No se está en perpetuo contacto activo con una enfermedad inmunemente, ni con un mal sin que contamine algo, ni con un horror del que no se extraigan lecciones y se aprenda algo para el propio provecho. Y en España hay una infección terrorista de la que nadie habla ni casi nadie es consciente, una infección dialéctica o, si no queremos reconocerle a ETA y a sus correveidiles tal cosa como una dialéctica, una infección de la visión y del comportamiento.

Cualquiera que haya militado alguna vez en un grupo clandestino sabe que una de las actitudes que primero se inculca a sus miembros es la de la negación a ultranza. Si uno es detenido, aunque sea con las manos en la masa, debe negar su participación en los hechos que se le imputan. No importa que haya testigos que lo vieron manifestarse (esto en tiempos de Franco; tampoco hacían falta testigos, por otra parte) o pegar el tiro en la nuca, ni que en el propio domicilio se encuentre un arsenal de gran calibre, aquello no tiene que ver con nosotros, alguien lo puso ahí, quienes acusan mienten, nada es mío, yo no soy yo. Y estas negaciones deben reiterarse hasta el infinito y con absoluto aplomo aunque se hunda el mundo. Es lo que normalmente se llama negar la evidencia. También ha de negarse al otro, al enemigo concreto o abstracto, haga lo que haga, diga lo que diga e incluso si circunstancialmente nos favorece o está de acuerdo con alguna de nuestras propuestas (de hecho eso sería motivo para abandonar tal propuestá). Al otro se le niegan, para las propias convicción y supervivencia, todas las capacidades: la de razonar, la de argumentar, la de decir la verdad, la de actuar espontáneamente, la de cambiar sinceramente, la de ir de frente, la de obrar justa o desinteresadamente. Lo que el otro arguya no se escucha, o sólo para tergiversarlo, desprestigiarlo, desautorizarlo y envenenarlo. Y por supuesto se rebaja a la condición de títeres a cuantos coincidan en algo con ese otro, o aún es más, a cuantos nos lleven la contraria y osen rebatir nuestras negaciones.

Esta actitud o visión -o mal llamada dialéctica- es consecuente con una organización terrorista, que no busca convencer sino encastillarse, no persuadir sino atrincherarse, no convivir sino sojuzgar e infundir el pánico. Quien en realidad no está interesado en prevalecer dialécticamente puede hacer un uso de la dialéctica muy eficaz por carente de escrúpulos, sin importarle caer en la contradicción, la desfachatez, el sofisma continuo, el disparate , la más absoluta inverosimilitud y el cinismo, todo siempre con mucho aplomo. La falta de escrúpulos en lo que sea, o el desdén por las consecuencias, es algo que sin duda alguna trae réditos inmediatos. Y ésa es la enseñanza que gran parte de nuestros políticos, buen número de nuestros periodistas (¿o habría que decir periódicos?) y considerables sectores de la población han aprendido de terroristas y correveidiles y siguen a rajatabla. No lo han aprendido del franquismo, como tantas malas costumbres y dicho sea de paso, porque aquel régimen ni siquiera tenía necesidad de dialéctica, si nadie podía opinar en contra suya. Lo cierto es que desde hace demasiado tiempo hay demasiada gente con influencia y peso que ha decidido no escuchar más que su propio eco o aplauso, lo que coincide con sus deseos y proyectos. Políticos que sólo piden opinión para ver ratificadas las suyas, no para conocer otras distintas; que descalifican cualquier discrepancia atribuyéndola a manipulaciones remotas de sus adversarios; que nunca darán la razón a nadie que no se la haya concedido antes a ellos, y a modo de cheque en blanco. Periodistas que niegan las evidencias y también lo que dijeron poco antes, si les conviene hacerlo y pese a la hemeroteca; que tiznan sin miramientos y con falsedades la reputación de cualquier individuo que discuta con ellos o no se alinee con sus particulares desahogos; que tachan de instrumentos al servicio de transparentes conjuras a las personas más nobles e independientes del país si se tercia, esto es, si se oponen a sus dictados o aun si tratan de matizarlos. Es sumamente grave que en un país tienda a convertirse en supuestos peleles venales a cuantos piensan y opinan, o a cuantos ahondan en los asuntos un poco más que quienes tienen ya sus posiciones inamovibles tomadas. Supone negar la posibilidad de toda reacción verdadera, de todo pensamiento o argumentación, por original, brillante o útil que sea. Supone negar a los otros su voluntad, nada menos. Así, si la facción de un partido crítica a la jefatura, esa facción no piensa ni siente lo que dice o propugna, sino que es un descabezado torpedo de otro partido más fuerte; si unos respetables arquitectos y urbanistas ponen el grito en el cielo ante la metódica destrucción de la ciudad de Madrid, no es porque en. verdad así lo vean, sino para cargarse por motivos espúreos -esto es, sólo políticos- al alcalde Terminator; si un juez jaleado por ciertos medios adopta de pronto una decisión que revienta a éstos, no será porque le parezca oportuna, sino porque ha sido comprado o le ha entrado miedo; si un articulista censura la arenga de un político nacionalista, no será porque no le haya gustado. la perorata, sino porque forma parte de la campaña anticatalana o antivasca; si un intelectual arremete contra un proyecto de ley del Gobierno, no será en modo alguno porque le parezca nocivo a su discernimiento, sino porque estará obedeciendo consignas de la oposición que le paga.

No escapan ni los fiscales, es general el embadurnamiento, y poco sentido tiene la lucha contra el terrorismo de acciones en un país en el que demasiada gente con responsabilidades practica el terrorismo en su visión del mundo y en sus actitudes públicas. Es como si esa mal llamada dialéctica hubiera inficionado inadvertidamente a amplias (capas de la sociedad, y esas capas, lejos de resistirse, se hubieran entregado a ella en alma, más que en cuerpo. Porque si no se está dispuesto a admitir que alguien pueda pensar por su cuenta en nuestro detrimento, o pueda pensar a secas; si todo responde a estrategias y conspiraciones y a motivos fraudulentos y a órdenes de diferentes "cúpulas", entonces llegará la hora en que pensar no tendrá función ni sentido ni por supuesto prestigio y en que todo se reducirá a los lemas, la fe y la militancia fanática, justamente lo único que suelen desear que exista los terroristas con menos escrúpulos, que son asimismo, siempre, los más frívolos y los más simplistas.

Javier Marías es escritor.

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