El gran colapso
El enorme bostezo de agosto cierra paréntesis y la ciudad, engulle de nuevo a sus criaturas para someterlas un año más a toda clase de sevicias con la entusiasta colaboración de un equipo municipal experto en perrerías. Los zapadores al servicio del Ayuntamiento no han estado cruzados de brazos durante el periodo estival, con alevosa premeditación abrieron en la sufrida epidermis urbana nuevas heridas que tardarán en cerrarse porque el tejido epidérmico de la ciudad cicatriza mal y las obras se eternizan y traspasan una y otra vez las fechas de caducidad previstas, alegre y aleatoriamente, por sus responsables.Detrás de las razones aducidas para justificar nuevas intervenciones quirúrgicas sobre el cuerpo doliente de la urbe, por encima de las coartadas más habituales a la hora de excavar túneles y subterráneos, de abrir carriles y mejorar calzadas, deben existir argumentos de más peso, una razón suprema que justifique semejante carnicería.
Tras examinar detenidamente la cuestión frente a un plano de la ciudad acribillado de chinchetas de colores que señalan la ubicación y la índole de las obras en curso, he llegado a la conclusión de que todo obedece a una gran maniobra, una operación ambiciosa, perversa y secreta que utiliza las excavadoras, los taladros y las brigadas de obreros como vanguardia en una agresiva campaña de disuasión y amedrentamiento ciudadano cuyo objetivo a corto plazo es el gran colapso que no tardará en producirse, la total paralización del tráfago urbano con todas sus arterias taponadas por el colesterol automovilístico que formará espesos e insolubles coágulos en los puntos clave señalados por las chinchetas rojas.
El día D a la hora H los semáforos guiñarán burlones sobre los caparazones de los coches que, guardabarro contra guardabarro y puerta contra puerta, rugirán de impotencia y desesperación en un horrísono clamor de cláxones desatados. Ulularán rabiosas mil sirenas varadas en el caos. Motoristas impacientes invadirán las aceras sembrando el terror entre los peatones atrapados junto al bordillo, automóviles suicidas se precipitarán en las zanjas abiertas. En la Gran Vía, un mesías con maletín y teléfono móvil cruzará la calzada caminando sobre la marea metálica y su ejemplo será seguido por cientos de improvisados discípulos qué pisotearán techos y capós ante la furia impotente de los automovilistas enjaulados que tratarán de derribar a los escaladores sacando los brazos por las ventanillas.
Mientras, el alcalde presidente y sus más preclaros secuaces sobrevolarán la urbe en ruidosos helicópteros, satisfechos por el éxito de su maniobra. A través de poderosos megáfonos pedirán calma a la población y al cabo de unas horas iniciarán el reparto de víveres y agua entre los ciudadanos prisioneros. En los paquetes vendrán incluidas octavillas firmadas por el primer edil anunciando que equipos de protección civil de toda España, bomberos de toda la Unión Europea, cuerpos de marines genuinamente americanos, legionarios de las procedencias más diversas y voluntarios de un centenar de ONG se preparan para iniciar las tareas de rescate.
La segunda fase de la gran operación secreta se pondrá en marcha con la evacuación absoluta de la ciudad de Madrid cuyos ciudadanos supervivientes serán realojados provisionalmente en barracones prefabricados y tiendas de campaña que se levantarán en la Casa de Campo, la Dehesa de la Villa y los Montes de El Pardo.
Entonces, con la ciudad vacía, la operación entrará en su fase final. Lejos de las miradas y las críticas, a sus anchas y en la más absoluta impunidad, los ediles entrarán en Madrid al frente dé un gigantesco ejército mecanizado y provisto con los últimos medios tecnológicos de demolición controlada. La urbe maldita será arrasada, extirpada de la superficie del planeta, barrios enteros caerán bajo la piqueta y el explosivo, y el eco de las detonaciones turbará el sueño de los ciudadanos en sus campamentos suburbanos.
Al menos una generación de madrileños será forzada a vivir en el exilio, sacrificada en aras de una metrópolis mejor, de una capital ejemplar, orgullo del urbanismo del tercer milenio, que construirán afanosos especuladores inmobiliarios, constructores sin escrúpulos y políticos con el tentáculo siempre dispuesto para atrapar comisiones y dádivas.
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