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Madrid-Colmenar, 17 horas

Llega la hora crepuscular, cuando el calor parece avergonzarse de sí mismo y alguien decide descorchar los recuerdos, pasándose la vez entre las generaciones sucesivas.Pintaban viajes, que para el griego eran una especie de humanismo y hoy están al alcance de cualquiera que participe en un concurso televisivo. Ya no s marchar, cuando se llega casi al tiempo de partir. Romper la barrera del sonido resulta tan familiar como abrir una lata de refresco.

Más deprisa, más alto, más lejos. Había canas en las sienes de quien, anteayer, era poco más que un adolescente.

El sobrino José apenas había despegado los labios. Al remitir las fanfarronadas, aprovechando una pausa rara, tomó la palabra: "Recuerdo muy bien aquel día, el de la incorporación a mi regimiento. Nos citaron en Campamento, ya sabéis, un barrio de Madrid, donde,como su mismo nombre indica, radicaban las planas mayores de las unidades dependientes de la Primera Región Militar. La hoja de ruta expresaba el destino que me esperaba en los próximos 18 meses; no parecía distante: Colmenar Viejo, un pueblo de nuestra entonces provincia y hoy Comunidad Autónoma, donde había que llegar, precisamente, por ferrocarril. A las seis de la mañana en el andén formábamos los casi tres mil mozos de aquel reemplazo".

"Sargentos, cabos y furrieles nos distribuyeron, con cierto orden, en los vagones del convoy castrense. Ahora pienso que si Adelita le hubiera puesto los cuernos al célebre revolucionario y cantante zapatista, no le amenazaría mal alguno y, con toda tranquilidad, habría podido fundar una familia. Odos".

Interrumpió la prima Sonsoles: "¿Qué Adelita?"

"Se trataba de un tren militar, mujer. Al amanecer, toda la tropa estaba en su sitio, al sonar el primer pitido, que puso la máquina en marcha. ¿Sabéis. cuánto tardamos en recorrer el tramo Campamento Colmenar? 17 horas. Llegamos a las once de aquella noche. Tiempo más que suficiente para que Adelita se pusiera a salvo"."Imposible, físicamente imposible", terció un cuñado, del que todos recelábamos simpatías por el Opus Dei o los Testigos de Jehová. "Ni aunque lo hubierais tenido que empujar, tardarla tanto".El sobrino José confirmó, con la severidad del, hombre frecuentemente veraz: "Diecisiete horas. Era el año 66 y eso ha estado ocurriendo hasta hace poco, según creo. El tren -militar, por supuesto- caminaba unos, decámetros, para detenerse, dejar paso a otros, Muchos, fueran de viajeros, mercancías o loco motoras haciendo maniobras. Muy a menudo, retrocedía, para despejar un cruce de vías. Más de treinta generaciones de quintos de esta circunscripción pueden confirmarlo, pues el asunto se ha repetido cada año, en los mismos términos".

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Nadie osaba interrumpirle, tras el infortunado intento del cuñado.

Aportó algunos datos, que prestaron colorido a la narración: "Excusado es decir que muy pronto los soldados se apercibieron de aquella realidad sorprendente y obraron en consecuencia, tratándose de tropa regular. Es decir, bajaban del vagón para visitar todas las tabernas y cantinas del trayecto, me pareció que abrían las puertas al paso de la demencial expedición.Un breve paseo, en cualquier dirección, bastaba para tropezar con el indeciso transporte, que no era tren, ni tranvía, ni merecía nombre conocido. La bisoña milicia apenas tardó en convertirse en hueste embriagada, ronca de cánticos y aguardiente, que dormía un par de horas en la cuneta y se incorporaba a la titubeante lanzadera". "Diecisiete horas entre la salida y la estación de término. Jamás comprendí que no se produjeran des gracias, extravíos, deserciones, raptos de locura, incluso conatos de rebelión o intentos de apoderarse de aquel material rodante, para su venta posterior. Parece ser que los mandos sabían lo que llevaban entre manos, porque ya había sucedido y volvería a ocurrir lo mismo. Al llegar, hora y media o dos horas en formación correcta, hasta catapultar hacia los centros de instrucción a la extenuada soldadesca. Quizá todo ello fuese una primera lección de disciplina".

"No te creo", musitó el fanático escéptico que, sin embargo, aceptaba otras cosas, consideradas con diferentes grados de escepticismo.

Los demás, sí. Nada hubo imposible en ese mundo llamado a desaparecer.

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