Tres pecios
RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO
(Ab ira tua) Aquel barbudo, iracundo y arbitrario Señor del Sinaí ha logrado perpetuarse entre los cristianos tal vez aprovechándose de alguna distracción para colárseles en las letanías mayores a través de la claúsula que dice: "Ab ira tua/liberanos Domine!". La propia ira de Dios sería aquí, pues, una calamidad ineluctable e imprevisible como el rayo, que puede caer del cielo obre las cabezas de los hombres como una fuerza natural, ajena toda deliberación de Dios, que sólo la omnipotente mano de Dios mismo puede detener, pero que, a diferencia del rayo, no es ira de la creación sino del propio Creador. Sería de Dios, pero a la vez ajena a Él, puesto que los cristianos le suplican que los libre de ella como si fuese algún dragón surgido de su propia caverna independiente. Ante esta situación tan paradójica, o bien se acepta la retorcida idea de que Dios se desdobla por un lado en el que se enajena en el inmotivado arrebato de su ira, y por el otro en el que se recobra a sí mismo refrenándola, atajándola, como un rayo cortado a mitad de recorrido un instante antes de que mate al infeliz pastor que viene andando descuidado por el campo, o bien se renuncia a toda explicación, reconociendo, no obstante, que es una extraña religión esta que admite que los hombres puedan pedirle al propio Dios que los libre de Sí Mismo, como de otra cualquier calamidad.(La instancia estética) Muchos conciben el pecado estético conforme a lo que hoy suele llamarse "ética consecuencialista", de manera que para ellos la fealdad sólo sería culpable a título de las posibles consecuencias que pueda acarrear en esferas exteriores y ajenas a la estética misma. Pero la fealdad, como pecado propiamente estético, es ya un mal en sí mismo, que se cumple del todo, al margen de eventuales perjuicios heterónomos -que también suele tenerlos-, ante la sola instancia competente en su propia demarcación territorial: la de la mera aparición. De lo que también se sigue que no pecan los adefesios que el artista pueda engendrar a solas en su estudio, mientras no los enseñe, ya que el pecado estético es, por definición, esencialmente público, como el escándalo. Una película de Alfredo Landa, una pintura de Andy Warhol, una columna dominical de Cela o Gala, una pintura , o escultura de Tápies o Chillida y no digamos ya cuales quiera dibujos móviles o inmóviles de Walt Disney (¡funda el infierno la barra de hielo que conserva ese cuerpo que Dios con funda!) no deberían pero es que ni tan siquiera hacerse accesibles a la vista de los demás mortales, pues con sólo ofrecerse o aparecer ante nuestra mirada ya han cometido el pecado de fealdad, ya se ha consumado totalmente la culpa propiamente estética. De lo feo suele decirse en castellano, con notable acierto, que "hace daño a la vista" o que "ofende a la mirada"; en eso es en lo que consiste, justamente, el pecado estético en cuanto tal. Hasta la propia noción de "obscenidad" dirige toda la carga de valor incriminatorio que connota hacia algo cuya maldad reside exclusivamente en el mero mostrarse ante los ojos.
(De gustibus) Si hay sujetos que se tendrían bien merecidos esos palos que pide el dicho castellano "Todos los gustos son gustos, pero hay gustos que merecen palos", serían para mí indudablemente aquéllos a los que les gustan los volcanes. Entre las diversas cosas que la geografía física designa como "accidentes naturales" no hallo ninguna más horrenda y espantosa que el volcán. Bien es verdad que a veces el cono, visto desde lejos o por fotografía -que así lo he visto yo-, como, pongo por caso, el del nevado Fujiyama, puede ser grato y atractivo a la mirada. Pero si ya con que cualquier volcán se ponga a echar algo de humo, la belleza del cono, por singular que sea, se empaña ante los ojos como con cierto rictus de malevolencia, y le volvemos la espalda con disgusto y repeluco, no digamos lo que es asomarse al cráter, aunque sólo sea por fotografía: ahí está el horror de todos los horrores de la tierra, del cielo, o del infierno. De modo que me resulta extremamente difícil comprender cómo hay sujetos que se admiren ante "la grandiosa belleza del cráter de un volcán" más que sospechando en ellos alguna clase de perversión del alma, o pensando que tal vez sean, incluso sin saberlo, amigos del poder de Dios y del infierno que creó, antes del cual "non fur cose create" y que seguirá ardiendo todavía cuando haya vuelto a la nada el universo entero. En fin, probablemente serán suspicacias mías, pero me cuesta creer que sean buenas personas los que encuentran belleza en esa inmensa caldera en cuyo fondo hierve, con un constante, viscoso y lento hincharse y reventar de ampollas de magma incandescente, la mortal sopa de piedra de la maldad de Dios.
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