Clase A
Habrá otros días más elegantes o delicados que éstos de agosto, pero es imposible imaginarlos, si salen buenos, más completos. Cuando se redondea una de estas jornadas tan propias del mes, sea un jueves o un sábado, no hay fruto temporal que pueda comparársele.Lo mismo que, a partir de cierta edad, la sola contemplación del intenso bermellón de una sandía puede convertirse en un espectáculo extraordinario, el desarrollo de uno de estos días del agosto mediterráneo devuelve la absoluta confianza en Dios. Al fin y al cabo, Dios no necesita de predicadores, sectas, ni congresos eucarísticos para explicarse tal como es. Le basta, por un lado, insinuar sin paliativos la muerte y, de otro, en mostrar algunas recompensas bien encarnadas. La vida, a partir de una edad, ayuda, por su parte, a reconocer con mejor exactitud lo que de verdad vale la pena: la enorme pena de morir y lo que vale la pena de estar vivo.
Sólo los muy jóvenes, a los que sigue pareciendo que la vida en estas playas es gratuita, interminable y a granel, continúan distraídos en la velocidad de otras cosas, ajenos al gusto de la finitud y, por tanto, desentendidos del extremo valor de no durar siempre. Pero quien reconoce escatimada su duración o incluso ya tasada su felicidad, aprecia bien estos regalos prósperos y redondos del estío. Unas veces brotando estos obsequios como días perfectos de la confitería de Dios y otras como artículos libres o silvestres del azar divino. Alrededor ha acampado hoy una típica mañana de la clase A. Tan perfecta y barata a la vez que no hay la más mínima manifestación que la celebre con ruido. En el silencio, sin embargo, quien suponga que esta magnificencia es obvia o nos pertenece por derecho demostrará que no ha aprendido todavía las condiciones muy estrictas de ser mortal.
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