Seis soldados
El cuarto, ZanguituPor BERNARDO ATXAGA
SIEMPRE QUE EN CASA salía el tema del servicio militar, lo mismo en navidades que en cualquier otra época del año, mi anciano padre levantaba sus puños hasta la altura de la barbilla y miraba hacia delante como con ganas de pegar a alguien, y muchas veces mis hermanos y yo tuvimos miedo de que padre, olvidándose completamente de dónde estaba, nos tomara por aquellos soldados ladrones que conoció en África y se pusiera a repartir puñetazos. Pero al final, tragaba saliva dos o tres veces y volvía en sí. "¡Cómo le pudieron hacer eso a un muchacho que había empezado a trabajar a los ocho años", suspiraba cerrando los ojos. Luego, siempre igual, se ponía a contar con todo detalle aquella experiencia, la más amarga de su vida: nada más llegar a Melilla, y con la excusa de una revisión de taquillas, unos soldados disfrazados de oficiales le habían robado toda la comida y los tres duros de plata que había ahorrado durante años.Tantas veces había escuchado la historia de mi padre, que cuando llegó el día de subir al tren e incorporarme a filas, la única idea que tenía en la cabeza era la de que no me pasara lo mismo que a él. Me decía a mí mismo que nadie me engañaría, que nadie me quitaría lo que era mío. Sin embargo, esa tarea no era fácil, de ninguna manera, porque hay mucha gente joven que no es trabajadora y que lo único que quiere es aprovecharse de los demás. Lo comprobé en el mismo tren, porque había allí, en el compartimento, unos reclutas que eran completamente de esa clase y que empezaron a pedirme cosas nada más ponernos en marcha. "Danos un trozo de tortilla", me decían una y otra vez, sobre todo ese tal Fernando; pero yo, naturalmente, no les di nada, o mejor dicho, sólo les di un trocito muy pequeño, lo que podría comer un ratón. Entonces ellos, como hacen todos los que quieren vivir a cuenta ajena, empezaron a hablar de generosidad y de que hay que compartir las cosas, pero yo les miré con mucha tranquilidad y pensé: decir o que queráis. Todo lo que decís vosotros me entra por un oído y me sale por el otro. La verdad, yo no quería tratos con nadie, no quería dar confianza a nadie antes de lo debido. Cuando llegara el momento debido sí, pero antes no. Creía que con ese sistema las cosas me irían bien. Desgraciadamente, no ocurrió así, y una mala suerte me llevó al calabozo nada más llegar al campamento.
Ocurrió que llegamos al campamento, al barracón donde nos habían destinado, y que de pronto me empezó a pasar- lo mismo que le había pasado a padre en África. "Que el teniente Paredes viene a hacer una revisión", dijo alguien..- ¿Qué mentira es ésta?, pensé yo, poniéndome en guardia. Sin embargo, no me atreví a ir hasta mi taquilla y cerrarla, porque para entonces todos mis compañeros estaban en el pasillo y en, posición de firmes. Seguía yo con mis dudas cuando alguien me llamó, o mejor dicho, cuando alguien voceó el número de mi taquilla. "¿El ciento veintisiete? ¿Quién ha vaciado su saco en la taquilla ciento veintisiete?". Me fui hacia allí y no pude evitar un respingo, porque, era verdad, me estaba pasando exactamente lo mismo que a padre en África. Unos tipos estaban trajinando con el queso y todas las otras cosas que yo había transportado con mucho esfuerzo hasta el campamento. No lo pensé más. Me acerqué a ellos y empecé a empujarles, primero sin mucha fuerza, luego con más, y ya al final, cuando ellos empezaron a golpearme con la culata de los fusiles, con algunos puñetazos de propina. "Mira que te pego un tiro aquí mismo" , gritó el teniente Paredes sacando la pistola y poniendo cara de loco. Fue entonces cuando me di cuenta de que me estaba equivocando, que aquella revisión no' era como la que le habían hecho a padre en África, sino de las de verdad. Levanté los brazos y les indiqué que me rendía.
"¿Qué es esto, Zanguitu?", me preguntó de allí a una hora el coronel a cargo del campamento mostrándome unos papeles. "Yo no sé nada", le respondí. Y era verdad, era la primera vez que los veía. "Entonces, usted piensa que todos los que estamos en el ejército somos unos parásitos", dijo el coronel, echando un vistazo a lo que ponía en uno de aquellos papeles. "Yo no sé nada", volví a decir. "¿Que gastamos tres mil millones al año en armas? Perdone, pero esto no es exacto. ¡De ninguna manera!", exclamó el coronel en tono ofendido. Yo estaba un poco perdido. No sabía de qué me estaba hablando, ni siquiera sabía si estaba a favor o en contra de que me encerraran. "Yo no sé nada", repetí por si acaso.
Cuando me llevaron al calabozo me encontré con que mi petate estaba ya allí, y al ver que no faltaba nada me sorprendí, y me alegré, porque en esos primeros momentos yo no era consciente de mi situación y seguía con la idea de que querían robarme. Sin embargo, en cuanto tuve la calma suficiente para hacer un repaso de lo que había sucedido, lo vi todo como en un espejo: a mí me habían hecho algo bastante peor que lo que le habían hecho a padre. Alguien se había propuesto mandarme al calabozo y lo había conseguido. "¿Por qué?", me preguntaba a mí mismo. Pero, al igual que cuando me condujeron delante del coronel, a mi garganta sólo llegaban aquellas cuatro palabras, yo no sé nada. Entonces, me quedé como gripado, como pasa a veces con las piezas de un motor. Intentaba pensar y era como si se formara una nube delante de mis ojos. Y tampoco sentía nada. Más tarde sí, más tarde sentí brotar en mí el odio y los deseos de atrapar al causante de mi situación para darle una lección de las que no se olvidan, pero al principio no.
Durante la primera semana del calabozo mi estado de ánimo no cambió demasiado. Mi compañero Pajarín se acercaba con su termo y me preguntaba si quería café, o mejor dicho, no con el termo, sino con cervezas frías, porque entonces hacía calor, y yo le decía que no, que no quería nada, que me dejara en paz. Me daba cuenta de que era un buen chico, pero yo estaba hundido, sin ánimo de nada, y habría seguido así de no haber recibido la primera parta de María Jesús. Pero la carta llegó, más o menos a las dos semanas de haber entrado en el calabozo, y las palabras que me leí allí actuaron como una pinza eléctrica. Me animé, pedí un papel y le escribí lo que me había pasado, María Jesús, me han hecho esto, lo otro y lo de más allá, una auténtica canallada, y aquí estoy preso para no sé cuánto tiempo. Pero no te preocupes, pronto lo aclararé, no pienso quedarme parado como un bobo. Tal como esperaba, porque así es María Jesús, recibí su segunda carta enseguida, y en ella me decía que recordara la primera película que vimos juntos, que recordara lo que hacía el protagonista de la película en la cárcel, cómo se concentraba en las cosas bonitas o en las cosas que le habían alegrado en el pasado, y que yo hiciera lo mismo.
Seguí su consejo inmediatamente. Al, principio, cuando me tumbaba en la cama y me ponía mirando al techo del calabozo intentando olvidar mi situación, el ejercicio me costaba mucho, porque me venía a la memoria la propia María Jesús y de esa manera sólo conseguía lo contrario a mis deseos, o sea, preocuparme aún más, hundirme aún más en mi desgracia. ¿Y si no salgo de aquí en un año?, me preguntaba a mí mismo. ¿Y si no puedo ver a María Jesús en un año? Esos pensamientos me aguzaban la vista, y las grietas en forma de rayo que observaba en el techo del calabozo me parecían más hondas y bruscas que nunca. Con el tiempo, sin embargo, aprendí a utilizar mi imaginación y me pasaba las horas recorriendo las plantaciones que entre todos los hermanos hemos hecho en los alrededores de la casa natal. ¿Cómo estarán los manzanos?, me preguntaba, ¿habrá habido mucha manzana este año?, y al instante veía una hilera enorme de árboles cargados de fruta, una más roja que verde, otra marrón, la de más allá completamente verde, la de la ladera ligeramente amarilla. Y cuando no eran los manzanos eran las avellanas, las nueces, los cerezos, y también los kiwis, porque mi hermano mayor no quiere quedarse atrás y ha destinado parte del terreno de la casa a las frutas raras. Concentrarme en todo aquello era como sonar, y la mejor parte del sueño era el recuerdo de las palabras de nuestro anciano padre: "Estoy muy contento con vosotros, hijos. Cuando empezasteis a trabajar en la fábrica pensé que pronto olvidaríais la casa de pastores donde nacisteis, pero veo esta hermosura, veo tantos frutales a mi alrededor, y me lleno de felicidad".
De todas formas, los frutales no eran mi única vía de escape. También me concentraba en el día que boxeé, más que nada porque fue el mismo día que María Jesús y yo nos pusimos de acuerdo para empezar a salir juntos. Eran las fiestas de nuestro pueblo, y cuando se iba a celebrar el último combate de la noche pidieron un voluntario diciendo que uno de los participantes de la velada se había puesto enfermo en el último momento. Los amigos me convencieron, y salí con unos pequeños pantalones rojos y unos guantes enormes. "Tranquilo, no te voy a hacer daño", me dijo el boxeador cuando subí al ring. Era feísimo, y su cintura era como la de un odre. ¿Hacerme daño tú a mí? No creo, pensé para mis adentros. Lo derribé en el segundo asalto, y la gente que nos estaba viendo, prácticamente todo el pueblo, se volvió loca de alegría. Todos se reían. "Perdona", le dije al boxeador ayudándole a levantarse. "Menudo circo", dijo él como para sí. Con eso y con todo, lo mejor vino después del combate. Tanto en las tabernas como en la calle, todos me felicitaban. Todos, menos María Jesús. María Jesús estaba disgustada conmigo. "¿No te avergüenza hacer el payaso de esa manera?", me reprochó. Era de la misma opinión que el boxeador, por lo visto. "No te voy a decir que estoy muy contento, pero algo sí que lo estoy", le contesté. "¿Y si te hubiera roto el hueso de la nariz?, entonces ¿qué? Te hubieras quedado con el mote de Chato para toda la vida". Al oír aquello, me di cuenta de que yo significaba algo para ella. "No te falta razón", admití, "pero todo ha surgido inesperadamente y luego me he envalentonado". Y ella: "Hijo de pastor tenías que ser". Y yo: "Sí, pero desde hace unos días con taller propio". Ella: "¿Sí? ¿Has dejado la fábrica?". Y yo: "Los tres hermanos nos hemos puesto por nuestra cuenta". Ella: "A mí siempre me han gustado los chicos serios, con deseos de
ser algo en esta vida". Y yo: "Pues a mí las chicas que van mucho al cine, como tú". Sus amigas, unas cinco chicas, estaban junto a nosotros, y al oírnos hablar así se pusieron a reír y a chillar: "¿Pero qué es esto? ¿Os estáis poniendo de acuerdo para empezar a salir?". Y era verdad, de eso se trataba. El domingo siguiente fuimos al cine juntos.
No sé si fueron aquellos ejercicios o fue el tiempo, pues el tiempo también cura, pero lo cierto es que un día me levanté sintiéndome más ligero que de costumbre y me puse a limpiar el calabozo. Fue entonces cuando me hice amigo de Pajarín. Al principio él me miró con mala cara; dijo que él no tenia ninguna intención de hacer limpieza hasta el sábado siguiente y que incluso entonces sólo se pondría a ello si no había otro remedio, pero a los cinco minutos ya me seguía con la escoba. Luego, al día siguiente, cuando el sargento Valverde me trajo el material que le había pedido para tapar las grietas del techo y pintar el calabozo de blanco, allí estaba Pajarín dispuesto a hacer todo lo que le pidiera. Realmente, Pajarín es como un niño, un chico caprichoso, de los que dejan el café en la taza porque ya no está suficientemente caliente, y bastante perezoso a la hora de trabajar, pero al mismo tiempo con un gran corazón. Daría todo lo que tiene, y en cuanto a pedir, nunca pide nada. Recién llegado al calabozo, cuando sacaba mis cosas del saco y me dedicaba a comer, él ni me miraba. Nada que ver con Fernando y los otros del tren.
Aquellos primeros días en el calabozo, cuando me pasaba el día entero en la cama, pensaba que la vida de un preso no podía tener nada positivo. Pero me equivocaba. También aquí hay momentos buenos. A veces, en especial cuando el sargento Valverde está de guardia, celebramos fiestas y fumamos petardos. Luego están las clases que nos da Galeano, o mejor dicho Mendoza, pues así es como le llaman aquí al profesor que vino conmigo en el tren. Al principio solía aparecer con una enciclopedia y sólo me daba clase a mí, enseñándome todo tipo de cosas, un poco de aritmética, un poco de gramática, de todo un poco; pero Pajarín sintió envidia, como siempre, y dijo que él también era analfabeto, y que se iba a reunir con nosotros. En adelante, siempre se repetía la misma historia. "Maestro, ¿cuándo vamos a leer otra fábula de Samaniego?" , le preguntaba Pajarín a Mendoza, interrumpiendo lo que en ese momento estaba explicando. "Luego, Pajarín, cuando hayamos terminado con lo de la circulación sanguínea", le respondía Mendoza. Pero era inútil. Al final no le quedaba otro remedio que leer una fábula.
Si Mendoza fuera un maestro más arrogante, como aquel Boyo que tuvimos en el pueblo, no cedería ante los caprichos de Pajarín, pero él es un hombre humilde, y siempre cede. Además, lo único que él quiere es ayudarnos. También por mí ha hecho muchos esfuerzos, y creo que todavía los está haciendo. "Me he puesto en contacto con un oficial. Según cuenta, el coronel ya está ocupándose de tu caso", me dijo hace poco. "SiI lo consiguieras, no tendrías que llevar tu coche a ningún taller. Yo te arreglaría todas las averías", le contesté. "Sí todo va bien, estas navidades podrás ir al cine con tu novia", me animó él con una sonrisa. "Suerte que tienes de tener una novia", añadió a continuación dándome un golpe en la espalda. Yo solté una carcajada, pero no por ganas, sino por falta de palabras. La verdad es que me corto mucho cuando Mendoza habla de mujeres, porque todos sabemos lo que le pasó, y porque yo no sé gastar bromas sobre esos asuntos de cuernos al estilo del sargento Valverde. Como lo que le dijo el otro día: "¿Sabes, Mendoza? Tú y yo tenemos más cuernos que caracoles hay en este campamento". Pero yo no soy capaz de hablar así. "De todas las manera, Zanguitu", continuó Mendoza interrumpiendo mis pensamientos, "creo que te soltarán igual aunque descubran que no eres analfabeto. Así que ya lo sabes, relájate. Y que Pajarín también se relaje. Y no os preocupéis, yo me seguiré encargando de leer las fábulas. No quiero que mis dos alumnos preferidos me organicen una protesta". Puede que le vaya mal con las mujeres, pero de tonto no tiene nada. Llevaba tiempo sabiendo que ni Pajarín ni yo somos analfabetos.
Particularmente, yo me sentía cada vez más contento, pues me parecía que todas las piezas iban encajando y que, por decirlo así, el montaje del motor marchaba bien. Pero un día que caía aguanieve vino a visitarme Fernando, el tipo aquel que había conocido en el tren. Y a la semana siguiente, lo mismo. La primera vez me dijo que venía a vender revistas, revistas de esas con mujeres desnudas, pero yo sospeché que se traía alguna otra cosa entre manos. Y no me equivoqué. La segunda vez, se puso a mi lado mientras yo me dedicaba a dar vueltas por el patio y me dijo de golpe que él conocía a la persona que había metido los papeles en mi taquilla. "¿Quién es?", le pregunté yo mirándole directamente a los ojos. "A decir verdad, todavía no lo sé exactamente", me respondió él apartando la vista "pero otro empujoncillo más y daré con el nombre de ese cerdo".
Fue como si todo el polvo se hubiera removido. Volví a recordar lo que le hicieron a padre en África, y lo que me habían hecho a mí, y los malos momentos que había pasado en el calabozo. "Habla más claro", le dije. Él entonces bajó la voz y me informó de que el que me había mandado al calabozo era un compañero de un amigo suyo, y que ese amigo era alguien importante, miembro de la policía militar, y que bastaría con hacerle un regalo para saber el nombre y poder así vengarme. "¿Un regalo de cuánto?", le pregunté. "De doscientas mil pesetas", me respondió. Luego, viéndome desconcertado, añadió que no tenía que decidirlo en ese momento, que si se lo comunicara antes e quince días con eso bastaba.
A partir de aquella propuesta no volví a tener un momento de paz, y tal como me decía Pajarín, empecé a comportarme igual que cuando me trajeron al calabozo. No sabía qué hacer. Por un lado, deseaba castigar al que me había hecho daño, quería partirle la cabeza, pero por otro me costaba fiarme de Fernando. Además, era mucho dinero: ¡doscientas mil pesetas! Hay que arreglar muchos coches para ganar esa cantidad.
En esa tesitura estaba cuando recibí otra visita. Eran dos hombres vestidos de paisano, uno joven y el otro de pelo blanco. "¿No me reconoces?", me dijo el joven. Yo negué con la cabeza. "Vine contigo en el tren. Me bebí no sé cuántos de éstos aquella noche", añadió a continuación enseñándome un botellín de licor. "¡Eres el borracho de las gafas de sol!", grité. No salía de mi asombro. "Estaba fingiendo, Zanguitu", aclaró él. "Somos de la policía militar", intervino el de pelo blanco. ¿Qué queréis?", les dije. Estaba muy nervioso. Entonces ellos me preguntaron por Fernando. A ver por qué venía a visitarme. "No sé. Viene aquí y suele estar hablando con nosotros", les respondí. Se miraron el uno al otro. "Zanguitu, hemos hablado con el coronel y sabemos que eres hombre de pocas palabras. Pero has de tener confianza en nosotros. No te va a pasar nada malo por decirnos la verdad. Al contrario". El de pelo blanco me hablaba con mucho respeto, pero aun así me quedé callado. "Dime, Zanguitu, ¿hay alguien en el campamento que sea de tu confianza?", me preguntó entonces, después de un rato de silencio. "Mendoza, el maestro que nos da clase", les respondí. El de pelo blanco no se lo pensó dos veces. Se fue a la sala de guardia y llamó a alguien exigiendo que Mendoza se presentara inmediatamente en el calabozo.
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