Cuento de verano
El problema no apareció en toda su dramática nitidez hasta que llegó el momento de: mirar en la tele el tiempo previsto en la costa: ¿qué hacer con el niño? Debían haberlo previsto, de acuerdo, pero ni valía la pena lamentarse, ni eso iba a resolver el problema.Llevarlo quedaba descartado. Esa fue de hecho la condición que puso Daisy cuando Tarzán le habló de que este año, playa. "De acuerdo, pero sin niño,". No quería, explicó, estar pendiente de que el rorró se fuese a ahogar, o que se quitase el sombrero todo el tiempo y se empeñase en coger los puercoespines con la mano, ni todas esas cosas que hacen los niños desde que hay playas.
Mientras Daisy preparaba un pollo para el camino -cuidando de deshuesarlo bien, pues ya se sabe lo traicioneros que son los huesecillos de pollo-, Tarzán hizo un último intento con la parentela. "No", dijo su madre con satisfacción: "me voy con mis amigas a Roma a ver al Papa". "No", incidió Canela, la hermana soltera: "y estoy harta de que sólo te acuerdes de mí para estas cosas". "¿Me lo preguntas en serio?, preguntó el Pirata, otro hermano, así llamado porque llevaba una mancha en un ojo y por otras razones no menos evidentes. Él mismo hablaba con voz resacosa de recién despertado desde algún espantoso hotel de Marbella. Tarzán colocó el teléfono en su soporte y se quedó mirando a Carlitos, el niño. En este verano raro, oscuras nubes se condensaban en el horizonte.
No quiso darse por vencido. Sin entrar a la cocina a decirle nada a Daisy, que se impacientaría con el retraso, Tarzán salió a la calle y cruzó a la casa de un vecino que estaba regando. "¿Quieres un niño?", le preguntó: "ya camina, no llora casi y está a punto de hablar". Como le pareció ver una duda, le dijo tentadoramente: "Y ya hace caca solo".
Pero el vecino no quería. Ni él, ni ninguno de los que a lo largo de la calle lavaban el coche o regaban los tapetes de césped en esa urbanización de adosados. Tampoco lo quisieron los vecinos que ya certaban viendo la televisión, y para entonces Daisy ya echaba humo y comenzaba su larga retahila contra los corazones sensibles y la monserga de los derechos humanos, y patatí y patatá.
Tampoco a Tarzán se le ocurrió la posibilidad de una guardería. ¿30.000 por cuidar a un chaval durante las vacaciones? ¡Hasta ahí podíamos llegar!
No quedaba nada que hacer. Además ya era hora de partir si querían evitar el atasco. Tarzán y Daisy metieron la hamaca y las cinco maletas en el jeep Revenge de doble tracción y ruedas de zinc, y también metieron la tabla de wind-surf el equipo de buceo, la tartera con el pollo y la tortilla de patatas y la radio y la televisión para estar al loro de los fichajes de Gil, también el ordenador portátil, que para algo lo habían comprado.
Por último metieron al niño en el jeep, y lo acomodaron, como siempre, en su sillita, con su cinturón de seguridad y sus jueguecitos para distraerse. Aunque un poco extrañado por las novedades, que rompían su rutina, el niño sonreía, manoteaba, hacía esfuerzos por articular su primera palabra y parecía contento de partir al mar.
Tuvieron suerte y no la tuvieron. Psché. Ni mucho atasco ni poco. Lo normal. Finalmente comprendieron que tenían que cumplir con su deber si no querían que la noche se echase encima. Había que dar, pese a todo, alguna óportunidad al azar.
De modo que aparcaron en el arcén, dudaron un poco si bajar a Carlitos con su sillita o sin, esta vez se sintieron generosos y lo bajaron con ella, ataron la sillita a un árbol para que no se fuera a volcar, y dejaron una nota que ponía: "Puedes cogerme. Me llamo Carlitos. Ya camino, estoy a punto de hablar, no lloro casi y hago caca solo". Comprobaron incluso que no hubiera otro niño cerca en las mismas circunstancias, y como sí había uno, lo espantaron para que no lo restara oportunidades a Carlitos de encontrar un corazón generoso. Luego se marcharon sin mirar atrás, como deben ser los adioses en el crepúsculo.
Al principio anduvieron un poco tristes. Pero se les fue pasando, y cuando divisaron las luces de los hoteles y los yates brillando en la noche, ya ladraban alegremente.
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