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Tribuna:
Tribuna
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Mujer sentada

Llevaba un buen rato acodada a la mesa, en aquel café-bar, a juzgar por las colillas que medio llenaban el cenicero. Vaso alto, con un cuarto de líquido transparente, un botellín de soda, el bolso semiabierto, y un par de servilletas de papel, arrugadas. Era una mujer corpulenta, de cabello de rubio barato, despeinado, quizá por habérselo atusado con los dedos. No cambiaba de postura, el torso algo inclinado, inmóvil; el tobillo de la pierna izquierda sobre la rodilla contraria, postura poco académica, que se sospechaba bajo el tablero de mármol. Llamó mi atención, precisamente, la sostenida inmovilidad. El cigarrillo encendido, sujeto en la mano izquierda, cuando las mujeres suelen emplear la otra, como se abotonan al revés- y cuelgan los pantalones en la percha en sentido inverso: la cintura por la parte de dentro, bajo la chaqueta. No he conocido ninguna que lo hiciera de otra forma. Alzaba el pitillo hasta los labios con un movimiento imperceptible, manteniéndolo cerca, hasta que otra chupada enciende la brasa un instante y exhala una transparente bocanada, que asciende igual a una columna vertical de humo que parece anclar el globo de las ocasiones perdidas, el camino de la nada.No quitaba ojo, sentado sobre un taburete de la barra, vuelto en la perpendicular, de aquella mata de pelo, mal ordenado, que caía sobre las facciones. Un leve movimiento me reveló, al rato, su perfil. Había sido, sin duda, una mujer hermosa, quizás hermosísima, esa belleza que estalla a los 15 años y conquista la calle, el barrio, la ciudad. Se da, de vez en cuando, la fulgurante belleza púber, cercada enseguida por gente adulta, que pone a los pies lo que parece el reino en esta tierra y suele ser un estrecho trampolín sobre el vacío. La frente amplia, inexpresiva; nariz recita y correcta, terso el cutis, por la obesidad que infla la piel. Me parecieron claras las pupilas, bajo el arco lamentable de unas cejas erróneamente depiladas. Labios con un toque de carmín, si; esmero, apenas se mueven al contacto con la boquilla del tabaco.

¡Ah, las manos!, que anuncian, proclaman la amortización de una existencia ajetreada, noches largas, almohadas extrañas, experiencias que pasaron de puntillas, manos ahora salpicadas de manchas, herrumbre de la sangre que ha corrido deprisa. Un cutis suave, lechoso, enemigo del sol. Dedos que fueron largos, nerviosos, ya gordezuelos, ensortijados de bisutería dorada.. Me tenía fascinado el quieto contorno de la mujer sentada, mirando algo que no estaba allí, sin descabalgar la pierna de la forzada y extraña posición.

El bar-cafetería esperaba el acuador de los aperitivos madrileños del mediodía. Los clientes consumen cafés, algún refresco, cerveza; está por llegar la hora de los martinis, el vinito, los whiskies, el jerez. Hablan en tono moderado, casi impuesto por la decoración, algo pretenciosa, de madera contrachapada, huecos entelados y la moqueta que sorbe los ruidos. La iluminación se difumina desde los fanales esmerilados, no produce destellos, ni rebota en los metales. Soy el único atraído por aquella esfinge; viste una liviana chaqueta de lino crudo, desplanchada, blusa verde pálido y falda negra o muy oscura; quizá medias transparentes, pese al calor de fin de julio. Del calzado, tan revelador, sólo se percibe la suela quieta del zapato izquierdo.Nadie repara en ella; ni los mozos atareados tras el mostrador, o las diligentes camareras, ni los consumidores, sentados a las mesas próximas o instalados junto a mí. Cuando pasa cerca una de las muchachas, escucho su voz profunda: "La cuenta, por favor", ese tono ronco de las fumadoras y bebedoras habituales, muy de mi agrado. Pensé que la conocía, porque me era vagamente familiar el espécimen.

Se incorporó con esfuerzo y contemplé, de espaldas, su silueta maciza, torpe, vulgar. Los zapatos, de tacones distraídos, fueron caros.

Sin embargo, era la mujer de mis sueños adolescentes, con 50, 60 años más, vencida por la flaccidez, lastrada por la gordura, frenada por la artritis, estigmatizada por el colesterol. Vamos, casi como yo. Sentí no haberme marchado primero, conservando el recuerdo de la mujer sentada. Su aspecto ganaba mucho.

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