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Bella durmiente

Hace un par de días regresé al escenario del crimen, por así decir, aunque no hay crimen alguno: en la línea 4, Esperanza-Argüelles hay tan sólo un tren fantasma que cruza una y otra vez la ciudad, secuestrado por un conductor enloquecido de pasión, incapaz de aceptar que se baje una de las pasajeras y pueda perderla para siempre.Algún lector escéptico se preguntará qué hacía yo allí, en la línea 4, y por qué digo "regresé" cuando en realidad no tengo nada que ver con el asunto.

Pues según y cómo, ya que fue en la línea 4, entre Lista y Diego de León, cuando leí por el rabillo del ojo lo del tren en una esquina del periódico, y en este soleado verano, sólo por llevar la contraria, me gustó la desesperación de la historia. Agobiado por los generalizados preparativos de playa, la bonanza de la Bolsa y el cielo de horno azul que ya no se marchará hasta noviembre (por lo menos), y perseguido sobre todo por los aullidos de 43 delegaciones oficiales que esta semana tomaron Madrid para hablar de alianzas de guerra en tiempo de paz, el miércoles bajé al metro en busca de sombra, de gente de carne y hueso, y de algo real: el tren fantasma.

Obviamente no esperaba encontrarlo. No se ve tan fácilmente un tren fantasma -hace falta reunir ciertos méritos de azarosa determinación, pues van cambiando- y además, según la prensa, el tren sólo circula de madrugada. Vete a saber.

Minutos más tarde me preguntaba si a la postre no habría sido mejor combatir el calor en una heladería -no sé si han reparado ustedes en que el metro no es nunca lo que uno se imagina-, cuando la vi: estaba en la esquina del vagón, a la izquierda, frente a mí, con los ojos cerrados.

Es lo que más se veía, los ojos, no sólo porque no es frecuente que los pasajeros vayan con los ojos cerrados- aunque tampoco es dificil-, sino porque esta mujer los tenía cerrados de una forma peculiar. No apretados, ni agitados bajo los párpados por pesadillas, ni tampoco inmóviles y dormidos como los de un niño.

En realidad no había nada especial en su forma de cerrarlos, concluí pronto. En realidad los ojos venían a ser, como una especie de resultado, un resultado de todo lo demás.

Porque si la mujer los cerraba era por una especie de agotamiento, estaba claro. Y no un agotamiento de compras, rebajas -ésa era la ruta de un Corte Inglés-, de empleos y subempleos, sino de algo más largo. No se vaya a pensar que la mujer estaba caída en su asiento, exhausta, como una marioneta sin hilos. En realidad estaba muy puesta, con las rodillas juntas y un brazo levantado de modo que tres dedos le sostenían delicadamente la barbilla. Ésa era la palanca, el apoyo fundamental que le permitía cerrar los párpados.

No, lo que le daba profundidad a su agotamiento eran unas líneas muy delicadas que le achinaban un poco y le cercaban la boca. Aunque había que fijarse.

Porque no sé si he dicho aún que la mujer era muy bella. No sé si ésa es la palabra en que la gente reconoce a una mujer de ¿cincuenta años?, ¿sesenta?, quizá menos, pero a mí me lo parecía. Es difícil saberlo con los ojos cerrados. Y no es que tuviera un cuerpazo, ni que se vistiera muy bien,ni que oliera a perfume de noche de ópera, ni nada de eso. Lo único incuestionablemente bello era una melena ya cana que se peinaba sin complejos y la elegancia de los dedos sosteniendo la barbilla. Lo demás eran ojos cerrados, arrugas, cansancio...

Y situación. Pues convendrán ustedes en que no es fácil ver a una mujer agotada, a una bella mujer, agotada, a media tarde, comenzado el verano, en la línea 4. Posible, sí. Fácil, no. ¿Qué hacía allí? ¿Se pasaría de estación? ¿Había que despertarla?

Me disponía a hacerlo -"señora", "señora", tocándole suavemente el hombro- cuando algo en la otra vía me lo impidió: en efecto, por ahí pasaba un tren iluminado, en silencio, despacio, con los pasajeros moviendo la mano a modo de saludo o despedida, quién sabe, y el conductor con la mirada en el horizonte de quienes están cumpliendo una misión, un destino.

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