Desamparados
Aunque buena parte de los medios ha hablado de sensación de desamparo con motivo de la renuncia de Felipe González a la secretaría general del Partido Socialista, lo cierto es que el desamparo, el auténtico desamparo, fue el que experimentaron no pocos ciudadanos al escuchar su intervención, ya desencantada, en el reciente debate sobre el estado de la nación. Fue en ese momento, al contemplar al jefe de la oposición humanamente cansado y entretenido en argumentos sobre lo que él mismo llamó las políticas de consenso, cuando muchos comprendieron que España va a lo que parece tan bien, tan rematadamente bien, que sus preocupaciones cotidianas corrían seriamente el riesgo de ser evacuadas por los desagües de lo intrascendente. Grupos más o menos amplios, más o menos relevantes en la vida española, se han sentido víctimas durante los últimos meses de unos modos de ejercer el poder que, tras 20 años de democracia, no pueden justificarse en ningún pasado, y el jefe de la oposición dejaba pasar la ocasión sin apenas hacerse eco de ello.Hoy Felipe González ya no está al frente del Partido Socialista, y ha sido otra más de tantas decisiones suyas que le han honrado. Tiene toda la razón al decir que nadie que valore los 20 años de democracia en nuestro país puede al mismo tiempo negarle los méritos a quien ha gobernado durante 14. Tiene más razón aún al señalar que estamos asistiendo a una falsificación de nuestra historia próxima, similar a tantas de otras épocas, y que está conduciendo una vez más a la apropiación sectaria de ciertos valores y a similar hostigamiento del disidente. Y tiene todavía más razón, si cabe, al proclamar la honradez de su gestión, porque, pese a la instauración de la descalificación como recurso habitual de nuestra vida pública, Felipe González ha sido un gobernante honrado y capaz, y ése será sin duda el resumen que hagan de él los españoles al referirse a esta página que acaba de cerrar y que no tiene por qué ser la última de las suyas.
Dando todo ello por sentado y admitiendo, además, que constituirá una ardua tarea reconstruir su liderazgo, el Partido Socialista tiene no obstante que reconocer que, desde el nuevo papel de oposición, algunas de sus políticas conducían a un callejón sin salida, y que el reciente debate sobre el estado de la nación constituye un claro ejemplo de ello. Durante los, últimos años, muchos han sido los líderes europeos que se han dejado seducir por el debate sobre los medios, anegando el terreno de la política con una exhibición, tediosa y casi siempre incomprensible, sobre las grandes variables económicas. Nadie en su i ano juicio puede defender que los Gobiernos emprendan políticas ruinosas. Pero ello no autoriza tampoco a pensar que, como viene sucediendo, los ciudadanos no tengan derecho a saber qué se persigue en concreto con el saneamiento de las economías, cuál es la oferta de unos y de otros aparte de un esfuerzo -banal de puro obvio- por cuadrar las cuentas. Esta ceremonia que la ciudadanía no entiende más que como confusión, de una clase política gozosa de mostrarse citando puntos y diferenciales empieza a durar demasiado. La tarea que les corresponde a. los responsables políticos es decir a los ciudadanos lo que se proponen hacer, dándose por sobrentendido que sus propuestas deben tener viabilidad económica. Lo contrario, esto es, trasladar a la ciudadanía el juicio sobre la viabilidad y hurtarle el de los fines, sólo puede llevar a la enajenación de su voluntad, a convertir las opciones electorales en un ritual sin sustancia y, por tanto, sólo atractivo y movilizador si hay navajeo y golpes bajos.
En segundo lugar, habría que interrogarse sobre los derroteros que ha emprendido la construcción europea, que González también planteó como área de consenso en el debate del estado de la nación. Pese a lo que dan a entender críticas y elogios desmesurados, el planteamiento del Partido Socialista francés -hasta ahora única voz relativamente discordante en la ortodoxia de Maastricht- no ha pretendido ir demasiado lejos. Lo único que, en definitiva, ha puesto sobre el tapete es saber por qué las políticas que exige la convergencia -que la socialdemocracia consideraría más propias de los conservadores en términos estrictamente nacionales- concitan, sin embargo, su absoluta adhesión cuando' se interpretan en clave europea. Por qué razón son suficientes y hasta aconsejables para la Unión cuando, tratándose de sus respectivos países, es obvio que la izquierda no dudaría en acompañarlas con medidas que atenuasen sus severas repercusiones sociales. España tiene que estar sin duda en el grupo de cabeza del euro, pero eso no excluye que tenga que quedar al margen del incipiente debate sobre qué euro se quiere ni tampoco sometida más que otros a la tiranía de los mercados.
Por último, no parece que deban conservarse durante mucho más tiempo ciertas posiciones relacionadas con la globalización, otro de los temas queridos a González y en el que su esfuerzo ha sido relevante. Lo primero no sería tanto decidir qué orientación se da a la política económica en este ámbito, como saber de qué se está hablando, qué es en realidad la globalización. Porque pese al gesto admirativo que adoptan tantos partidarios de la ortodoxia, la globalización se resume en la liberalización del comercio y de los flujos financieros y, simultáneamente, en una férrea reglamentación de los flujos de trabajo. Redes informáticas, operaciones en tiempo real, pulverización de las distancias geográficas: todo ello no son más que accesorios o instrumentos. La realidad a la que sirven, ese supuesto mundo global en el que reinan es el que se caracteriza por el flujo sin trabas de capitales y de bienes, y, paralelamente, por la forzosa inmovilidad de la mano de obra. Sin este desequilibrio de factores, sin esta incoherencia rigurosamente silenciada, la globalización sencillamente no existiría.
Adoptar, pues, el discurso de la globalización -un discurso que es pura ideología, pura representación interesada de la realidad- lleva inexorablemente a dar palos de ciego en una serie de políticas conexas. En primer lugar, hace entonar elegías sobre la pérdida de soberanía de los Estados cuando, en realidad, la globalización exige de ellos que exacerben uno de sus rasgos más autoritarios, como es el de endurecer sus controles de frontera. En segundo lugar, acaba tiñendo de nacionalismo intransigente las reivindicaciones sindicales, puesto que, aceptada la lógica de la globalización, no existe más argumento que el nacional, que la preferencia de lo nuestro frente a lo de ellos, contra la deslocalización de las empresas. Finalmente, deja en la más absoluta oscuridad el fenómeno de la inmigración ilegal, que no es en el fondo más que la manera que tienen de glóbalizarse los pequeños y medianos empresarios, que ni pueden competir legalmente con la producción deslocalizada, ni pueden tampoco reducir los costes de mano de obra llevando sus fábricas a los lugares más ventajosos.
En definitiva, existe un margen más que suficiente para que el Partido Socialista no siga adentrándose en el callejón sin salida de unas políticas de consenso dictadas por la inercia de 14 años de gobierno, además de por una inadvertida pero innegable contaminación del pensamiento único. Las alternativas existen y, salvo en materia de lucha antiterrorista, nada justifica que la actual oposición deje de dar lealmente réplica a las actuaciones del Gobierno en economía, en justicia, en política exterior y hasta en régimen autonómico, donde el déficit de elaboración teórica de los partidos de ámbito nacional frente a catalanes o vascos resulta sencillamente inexplicable. Para que la persistente consigna de que España va bien sea lo que es en realidad, el mensaje que un Gobierno usa con toda legitimidad para ensalzar su acción, es preciso que los ciudadanos que, con idéntica legitimidad, no se encuentran reflejados en ella puedan advertir que existen otras opciones y que el horizonte sigue abierto. La ausencia de todo ello durante el reciente debate sobre el estado de la nación es lo que produjo entre muchos la sensación de desamparo a la que se refirieron los medios.
La retirada de Felipe González, por su parte, no deja más que esa vaga nostalgia de los días idos, al tiempo que habrá servido para colocar a muchos frente a su propia cicatería, obstinados en no reconocerle en su debido momento el talento y la entrega que ha demostrado durante tantos años.
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