No salgas, paloma, al campo...

Las horas de acecho han sido productivas. El ojeador, buen conocedor de vientos, breñas y praderas, las ha ido empujando sabiamente hasta la quebrada.Son dos gamuzas jóvenes. Asoman por la línea del paso, perfilándose contra el cielo. Afirman, cautas, las largas patas delanteras por la cresta.Tienen las orejas enhiestas, casi vibrátiles de atención, tras los ojos, grandes, marrones, separados y vigilantes, un punto tristes, bajo los cuernecillos, lisos y delicados, como dos antenas vueltas hacia atrás.

Nuestro Nemrod -ojos aovados, ario cuello recto, cabello mezquinillo- cambia una mirada con su colega armado.

Algo, un ruido extraño, un aviso del instinto, impulsa a las gamuzas como un resorte: sus cuer-pos recogidos, pequeños, compactos, se lanzan al vacío; el cuello largo busca hacia adelante, tras la mancha del hocico húmedo; las patas, previamente encogidas con la elegancia suprema de la vida, se tensan en el brinco.

Suenan dos, tres, más estampidos, y el salto, gracioso como el concepto mismo del movimiento, se quiebra en la caída descompuesta de la muerte.

El matador -un agudo y agresivo periodista católico, también promotor inmobiliario- mira exultante a su amigo. No pasa nada: tenia permiso para matar.-