Generaciones del PSOE
El partido socialista se ha caracterizado, salvo en el periodo crítico de los años treinta, por la extraordinaria duración de sus máximos dirigentes. Desde su fundación, Pablo Iglesias fue líder indiscutido, elevado en vida a la condición de santo laico, muy estimada en la España de la Restauración desde que Giner y la Institución Libre de Enseñanza presentaron un proyecto de virtudes cívicas alternativo a la dominación de la Iglesia. Luego, tras las turbulencias ocasionadas por la República, la guerra civil y la represión, Rodolfo Llopis dirigió la nave, o lo que de ella quedaba, durante más de veinte años hasta que tuvo que abandonar el, gobernalle en manos de Felipe González. Tres dirigentes para casi un siglo de historia -el resto se reparte de manera más fragmentaria entre Besteiro, Largo y Lamoneda- es, desde cualquier punto de vista, un récord impresionante.En los casos de más, larga permanencia, los máximos dirigentes superaron, con muy diverso destino final, el límite impuesto por la biología y la política a su propia generacíón. Símbolo de la generación fundadora del partido obrero, allá por los años 80 del siglo pasado, Iglesias era intocable, al menos en público, y no . levantó su, mano del partido hasta el mismo día de su muerte en diciembre de 1925. Su líderazgo efectivo sufrió, sin embargo, duras acometidas por gente más joven que no podían sufrir su cortedad de miras y un estilo crecientemente alejado de la nueva sociedad emergente en los años de la guerra europea. Muerto en fama de santidad, Iglesias fue de inmediato objeto de un culto laico con profundas resonancias religiosas. Todavía hoy preside, en solitario, las reuniones de la familia socialista.Muy diferente fue el destino que aguardaba a Rodolfo Llopis, símbolo de la generación que emprendió el camino del exilio tras la derrota en la guerra civil. Fue una generación de perdedores: perdió la guerra, perdió también el exilio. No merecía, sin embargo, una suerte tan adversa. A Llopis y a los miembros de su misma generación debe el PSOE, mal equipado para hacer frente a la dictadura, su continuidad en el tiempo. Experto burócrata como era, Llopis se dio buena mana para mantener, en un clima de fatiga y desaliento y sin perspectivas de volver a la legalidad, una organización con sus cotizantes, sus reuniones, su prensa, sus congresos, sus órganos directivos. Su error consistió en pretender mantenerse más allá del tiempo concedido a su generación: su resistencia a entregar el testigo es la causa de que nadie se acuerde hoy de él en medios socialistas y hasta de que se le tenga por uno de los grandes villanos de la película.
Quienes lo tienen en tan baja estima son los que le forzaron a retirarse y hacen hoy mutis por él foro. Contra imagen de la generación del exilio, protagonizaron con una sabiduría política impropia de su edad un cambio de régimen político, conocieron el sabor del éxito muy pronto y llegaron a disponer de todo el poder cuando apenas rozaban los 40 años, una edad en la que la mayoría de los políticos anda todavía preparándose para el asalto final. Dieron lo mejor -y lo peor- de sí antes de cumplir los 50: parecía temerario y hasta estúpido sugerir la necesidad de un relevo que fuera más allá de unas cuantas personas, que abriera las puertas a una nueva generación política.
Felipe González ha desencadenado, sin embargo, ese proceso. No es el primer líder que abandona la dirección -Besteiro lo hizo en alguna ocasión, Largo también dimitió en otra-, pero sí el primero que lo hace sin haber sido derrotado dentro del partido, sin sentirse arrastrado por una marea irresistible y forzando con su renuncia al resto de los miembros de su generación política, la que comenzó a refundar el PSOE en Suresnes, a desalojar el centro del poder. Ni elevado al cielo como Iglesias, ni condenado al infierno como Llopis, ni santo ni villano, el destino de Felipe González ha quedado, por su original iniciativa, abierto de par en par.
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