Comparemos
Hagamos un ejercicio de imaginación. Imaginemos que el presidente Clinton, en un momento de especial irritación, hubiera dicho públicamente que quien trabaja para, pongamos por caso, la CBS no podía estar defendiendo al mismo tiempo el interés general. Imaginemos entonces el espectacular escándalo que se habría montado en los Estados Unidos. Imaginemos cómo la CBS habría recordado al presidente Clinton que él era un tipo elegido para gobernar y, ciertamente, no para dar credenciales de respetabilidad. No está mal, ¿no? Un momento: no he terminado.Ahora que la democracia española ha cumplido 20 años, tal vez haya llegado el momento de hacer una advertencia que nos guarde de la tentación de creernos, una vez más, únicos en la historia y práctica de las libertades. Ensimismados como estamos en batallas políticas que nos parecen sólo domésticas (ya sea porque se nos antojan inexportables o, simplemente, porque ocupan todo nuestro tiempo, en detrimento de otros asuntos más interesantes), no se nos ocurre relacionarlas con- acontecimientos de nuestro entorno. La comparación con lo que pasa fuera de nuestras fronteras debería contribuir a relativizar nuestros puntos de vista.
Y es que el Gobierno del PP, con José María Aznar a la cabeza, tiene que aprender a serenarse y a comprender lo que significa gobernar con una oposición no sólo política, sino de los medios, incluso si éstos actuaran con saña y mala fe. Así es la democracia. Y aún más cuando el Gobierno ha ganado apuradamente en las urnas y sucesivos sondeos no indican que una nueva elección mejoraría el tamaño de la victoria. Este tiempo de la política española será recordado como un momento extraño en el que las posturas ideológicas se habrán congelado y media España votará a unos mientras que la otra media lo hará en beneficio de otros, sin que se vea que, en un futuro previsible, votos útiles de unos engordarán las opciones de los otros. La violencia de los sartenazos que propina Aznar a los adversarios más débiles (que no a los más fuertes) tampoco parece alterar, de momento, este cuadro sociopolítico. Y es que el asunto no está en el aniquilamiento del enemigo para fortalecer el campo propio, porque no es la destrucción de este enemigo la que obrará el milagro. No están en juego las victorias en batallas de- mayor o menor calibre político, no está en juego quién haya de resultar vencedor en las próximas elecciones. Se trata, más bien, de respeto y de reglas del juego democrático.
Pero imaginemos más. ¿Qué hubiera ocurrido si el portavoz de Richard Nixon hubiera llamado a Ted Turner, dueño de la CNN, para decirle, privadamente, eso sí, y sólo en el calor de la discusión (porque está en su naturaleza perder los estribos de vez en cuando), que iba a acabar con sus huesos en el penal de Sing Sing? ¿Y esto por haber firmado con la NBC un acuerdo sobre los derechos de retransmisión del béisbol? Es sabido que Nixon sentía extraordinaria animadversión por la prensa. Una de las razones que le hicieron perder la presidencia de Estados Unidos fue la sorpresa y escándalo que produjeron en la opinión pública la forma en que se refería privadamente y en presencia de sus más íntimos consejeros a los dueños de los periódicos y a sus columnistas y el modo con que intentó intimidarlos y per seguirlos. Hay más. Imaginemos que el secretario de Transportes de Estados Unidos afirmara hoy que el Gobierno de Washington no está dispuesto a tolerar que un grupo de comunicación sea más fuerte que él (como si tal cosa fuera posible, además) y que legislará para impedirlo. ¿En un Estado de derecho? ¿En un Estado en el que hay un Tribunal Supremo (y en España, un Tribunal Constitucional) y unas leyes? ¿No produce escándalo una pulsión tan autoritaria, tan censora, tan brutalmente reveladora de complejos de terrateniente? El secretario de Transportes de Estados Unidos no habría durado ni doce horas en su cargo. Aludo así a las asombrosas manifestaciones del ministro Arias-Salgado, que, a la salida de un Consejo de Ministros, no tuvo empacho en sugerir que el Grupo PRISA debe su crecimiento a oscuras maniobras ilegítimas y no a su buena gestión en una economía de mercado y a la potencia de su mensaje en un clima de libertad.
Me tienta recordar que, en tiempos de Mussolini, Italia iba bien. Los trenes viajaban a su hora, los pantanos eran desecados, el país producía trigo abundante, las italianas parían, los bancos ganaban dinero y el norte se industrializaba a marchas forzadas. Italia iba bien.
No es necesario, sin embargo, hacer tan insultante ejercicio de comparación. Porqué no es preciso remontarse tan atrás para diagnosticar el neurótico mecanismo mental de algunos gobernantes, que les hacen ver innecesarios enemigos por todos lados.
Volvamos al ejemplo de Richard Nixon. En 1972, en el ápice de su popularidad, Nixon arrasó en los comicios que le llevaron por segunda vez a la presidencia de Estados Unidos y de paso destruyó a su adversario, el demócrata McGovern. ¿Por qué entonces, pocos meses antes, en el ápice de su popularidad, había decidido meterse en el escándalo Watergate que acabaría costándole la presidencia? El miedo, la sospecha del adversario, la interpretación torticera de sus poderes, la inseguridad. En vez de ser recordado ahora como un felón, habría pasado a la historia como uno de los grandes presidentes de Estados Unidos. Pero no: la disensión estaba prohibida, los periodistas enemigos eran perseguidos, las fuentes de información se secaban. En pocos meses, Nixon consiguió enemistarse con todos los grupos de prensa, y éstos, sólo con desvelar las barbaridades que el presidente o sus asesores habían cometido, acabaron por desposeerle de la presidencia. La prensa y, claro, los tribunales con la simple aplicación de la ley. Ni siquiera fue necesario dictar nuevas leyes. Ventajas del, Estado de derecho.
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