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El interés general

La experiencia vivida desde hace años lleva a pensar que ciertos cargos públicos originan en sus titulares una propensión a decir necedades (y quizás a hacerlas) muy superior a la que es común en el ciudadano medio. Quizás los científicos de la política conozcan las razones de ese fenómeno; yo las ignoro y ni siquiera sé si la ocupación del cargo es causa, o sólo efecto, de la propensión a la necedad. Por lo demás, como también la experiencia enseña, tampoco el criterio que distingue lo necio de lo discreto es universal, ni la necedad estentórea es fuente de ruina política para quien la exhibe. Visto el entusiasmo con el que algunos la celebran, hasta es posible que sea un arma útil en la contienda política, aunque eso no hace sino empeorar las cosas. Mala es la necedad que viene de la pobreza mental; mucho peor, imperdonable, la que nace de la ruindad moral. El político demócrata puede creer que el número de los necios es infinito, al fin y al cabo lo dice la Biblia; lo que, a diferencia de los mercaderes, no puede hacer es basar su vida política sobre esa creencia, porque al hacerlo está engañando a sus conciudadanos: se dirige a ellos convencido de que son idiotas, pero les habla como si pensara lo contrario.De ahí esa sensación de que se nos toma por tontos, de que se nos está tomando el pelo, que con frecuencia experimentamos y que es a veces muy incómoda, pero que no debe arrebatamos. Soportar con paciencia las flaquezas de nuestro prójimo, y entre ellas, supongo, su necedad, es, si no recuerdo mal, una de las obras de misericordia a las que la Iglesia nos invita. Todo eso no dispensa, sin embargo, de la necesidad de denunciarla cuando se piensa que el uso necio de algunos conceptos puede ser perjudicial para la sociedad en la que uno vive. Eso es lo que creo del que en los últimos tiempos, y muy rotundamente todavía esta semana, se está haciendo del concepto de interés general.

Un concepto ciertamente muy difícil y sobre el que se ha vertido mucha tinta. El interés general no es, desde luego, el interés individual generalizado en una sociedad, o en todas las humanas. La inclinación hacia la sensualidad y la violencia está bastante extendida entre los hombres (y las mujeres), pero eso no convierte en general el interés de los individuos en satisfacerla mediante la contemplación de películas pornográficas o de acción. Tampoco está, sin embargo, en contradicción con el interés particular. Particular, individual y generalizado es también el interés de los hombres (y las mujeres) en sentirse protegidos frente a la adversidad y nadie piensa, creo, en nuestra sociedad, que no sea de interés general el mantenimiento de un sistema público de seguridad social. El interés general no nace de la suma de muchos intereses particulares, pero tampoco es incompatible con ellos. No es un concepto meramente cuantitativo, sino declaradamente cualitativo, y de ahí, naturalmente, lo problemático de su definición.

La historia entera del pensamiento político gira, en cierta medida, en tomo de esta idea, que ocupa naturalmente un lugar central en el derecho público. Quien, desde él, quiera acercarse al problema encontrará una buena ayuda en el extenso trabajo que el profesor Alejandro Nieto consagró al artículo 106 de la Constitución. Más precisamente a su frase inicial, una de las muchas ocasiones en las que, en singular o en plural, el texto constitucional utiliza la expresión de interés general u otras equivalentes o muy próximas (interés público, interés social, etcétera). Una de ellas, por cierto, para encomendar al ministerio fiscal su defensa. Como es obvio, no tengo la capacidad para entrar a fondo en el problema, ni es éste el lugar para hacerlo. Sólo apuntar una reflexión sobre el riesgo que entraña la tendencia perceptible a sustancializar el famoso concepto, para darle con él en la cabeza al adversario o para descalificar la opinión de quienes no coinciden con el poder.

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Esa tendencia a la sustancialización del interés general tiene muchos precedentes. Es el núcleo duro de todas las formas políticas predemocráticas y, ya en nuestro tiempo, de todas las variedades del pensamiento antidemocrático. En aras del interés general, entendido como sustancia, el poder ha oprimido a los hombres en nombre de la monarquía católica, de la nación, del pueblo o del proletariado universal. La democracia significa precisamente la desustancialización del interés general, la aceptación de que éste no está disociado de los intereses reales de los individuos y su reducción a la simple condición de producto final de un procedimiento, decisión ocasional de una mayoría ocasional. Una decisión, además, que en la democracia constitucional, en la que desde hace 20 años vivimos y muchos pretendemos seguir viviendo, sólo se puede adoptar dentro de los límites que la Constitución establece, razonándola y tomando en cuenta todas las opiniones, absolutamente todas.

Así, descendido de los cielos a la tierra, el concepto de interés general es, como decía, central para el derecho público y muy frecuentemente invocado por la Constitución, que deja en general al legislador la tarea de definirlo y utilizarlo para muchos fines distintos. Entre ellos, y muy especialmente, para sustraer al libre juego de las fuerzas del mercado la satisfacción de ciertos intereses individuales, organizando para ello un servicio público, o simplemente sometiendo a regulación la actividad de las empresas que proporcionan los bienes o servicios necesarios para satisfacerlos. Pero es, naturalmente, una opción que el legislador ha de tomar en el respeto a los derechos que la Constitución garantiza y como resultado de un cálculo de oportunidad que ha de explicar y sobre cuya razonabilidad todos podemos, e incluso debemos, opinar. La libertad de opinión no se pierde por el hecho de tener intereses particulares que chocan con los de los miembros del Gobierno o de la mayoría parlamentaria que ejecuta sus decisiones, ni los de éstos desaparecen por ocupar esa situación. La voluntad de la mayoría puede convertirse en ley, pero los contenidos de esa voluntad no son sustancialmente distintos que los de las voluntades ajenas, ni sus motivos, por definición, más puros que los de los demás. Pretender lo contrario es situarse fuera del juego democrático. Es natural que el Gobierno afirme que es el deseo de lucro (por lo demás, legítimo en la economía de mercado) el que lleva a negar la convivencia de apelar al interés general para intervenir en un mercado hasta ahora libre. No más natural ni más lícito, sin embargo, que la afirmación contraria de que con esa extravagante extensión del interés general no se persigue otra finalidad que la de poner al servicio de los intereses particulares del Gobierno, de su partido o de sus amigos. Desde luego, ontológicamente imposible, no es.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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