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Reportaje:PLAZA MENOR: PLAZA DE ESPAÑA

Noticias de América

Esta plaza es como quien dice una recién llegada, una plaza moderna configurada por dos modestos y voluntariosos rascacielos. Si hemos de creer a los cronistas de entonces, la Torre de Madrid llegó a ser en su momento, con sus 32 plantas, el edificio más alto de Europa, un menhir de hormigón, tótem y símbolo de un culto al progreso que, fuera de los ámbitos inmobiliarios y urbanísticos, era sistemáticamente negado por un régimen anclado en las más tenebrosas sombras del pasado, por un Estado nostálgico de imposibles rutas imperiales que empezaba a conformarse, más acorde con la historia, con ser meta de rutas turísticas.Sin embargo, el edificio más emblemático de la plaza es el edificio España, un sólido rascacielos, algo achaparrado en comparación con la esbelta torre, construida poco después, un edificio que, según reza la placa que figura en su entrada, trató de aunar eI estilo de la arquitectura tradicional madrileña del siglo XVII con las trazas de los rascacielos americanos. Un desafío solucionado con garbo en los años cincuenta a base de ladrillo y piedra caliza, materiales que dan a su fachada el empaque de una fortaleza.

El edificio España nació con vocación de ciudadela autosuficiente, con su centro comercial, hotel, oficinas, restaurante y piscina en el ático, todo un emporio al servicio del incipiente turismo de los años cincuenta, fuente de divisas y divisa también de una falsa apertura contemplada como reclamo para los visitantes foráneos, especialmente americanos. La plaza de España, con el historiado y múltiple monumento a Cervantes de Coullaut Valera, era la fachada, el decorado definitivo de una ciudad alegre y confiada para uso y disfrute de turistas.

El paso de los años, de los regímenes y de las modas no ha variado la vocación turística y cosmopolita de la plaza. En ella y sus entornos siguen residiendo las oficinas de numerosas compañías aéreas y agencias de viajes, despachos de cambio de moneda, agencias de alquiler de automóviles y otros servicios al viajero. En el escaparate de una tienda de lencería especializada en bordados y mantelerías arte sanas puede leerse un rótulo ya veterano: "Aceptamos dólares".

Los dos rascacielos de la plaza de España, que es como decir la plaza entera, son obra de los hermanos Otamendi, José y Julián, ingeniero y arquitecto respectivamente, que, según indica la placa citada, tuvieron que superar la escasez de materiales de construcción característica de una posguerra escasa en casi todo. De la cutrez imperante y de la aluminosis galopante se libraron los dos rascacielos por su calidad de símbolos del desarrollo y la modernidad del país. Los apartamentos de los dos rascacielos anunciaban también la aparición de nuevas costumbres, de un tipo de vida que rompía con los esquemas familiares y cuyos códigos de conducta se aprendían en las películas. Apartamentos, "apartamientos" (que también se decía) para individuos independientes, solitarios y promiscuos, sobre todo extranjeros, pero también artistas, cineastas, azafatas, periodistas, public relations, protoejecutivos y otros "modernos" con posibles para permitirse tales extravagancias propias de Hollywood y del american way of life, que aún no estaba en entredicho. En la Torre de Madrid recalaba Luis Buñuel y por el hotel Plaza del edificio España pasaban las y los protagonistas de las coproducciones de Samuel Bronston.

Hoy los turistas japoneses, fieles a la tradición, se siguen retratando en grupo dándole la espalda a Don Quijote y Sancho, amparados por el edificio España como inspirado telón de fondo y en los jardines adyacentes reposan viajeros de diversas latitudes que la decadente Gran Vía arroja, fatigados y ahítos, sobre sus sombreados bancos. La plaza de España, acogedora, es punto de cita para minorías étnicas endomingadas y en libertad provisional. Alrededor del monumento cervantino se confunde una babel de lenguas y de etnias.

En los años cincuenta de pertinaz sequía erótica, los voyeurs madrileños solían acechar a las turistas americanas que salían del hotel Plaza, buscando la complicidad del aire juguetón que levantaba sus vaporosas faldas de tejidos sintéticos y volátiles. En la plaza de España, cetrinos aprendices de latin lover chapurreaban en inglés de Mangold y olfateaban dólares calientes.

El recuerdo de la tradición picaresca se plasma en las figuras de Rinconete y Cortadillo, que con otros personajes cervantinos están representados en el monumento central de la plaza. El escultor Coullaut Valera utilizó como modelo, para estos dos personajes a sus propios nietos, Federico y Lorenzo.

Para comprobar cómo las cosas siguen en su sitio, que la plaza de España sigue siendo un lugar cosmopolita y turístico, no hay más que echar una ojeada a los establecimientos comerciales que la circundan. En el escaparate de una tienda de fotografía, un expositor giratorio muestra, entre instantáneas de bodas, bautizos y comuniones, imágenes de los viajeros que se retrataron aquí cumpliendo el indispensable ritual iconográfico. Parejas sonrientes que probablemente necesitaron la colaboración de algún amable viandante dispuesto, como todo ciudadano de una localidad turística, a hacer clic con la cámara ajena.

Entre los establecimientos con más solera se encuentra la perfumería Azul, toda una institución que mantiene abierto al público un curioso museo de miniaturas aromáticas. "Cleopatra Internacional" reza el rótulo de una compañía de importación y exportación ubicada en uno de los locales de la zona. A la puerta del edificio España, un quiosco de prensa políglota muestra sus marquesinas afrancesadas y modernistas en un estilo falsamente antiguo que desentona con la americanización de un entorno donde cabe de todo, pues el turismo es sobre todo promiscuidad, o melting pot que dirían los anglosajones. La democratización turística ha ido barriendo el lujo y sustituyendo los metales dorados por plásticos y neones y los restaurantes por pizzerías y sandwicherías.

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